Parte 3

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Comieron sobre la hierba en el bosque de Vesinet con las provisiones que trajeron en el coche.

Aunque el cochero se hizo cargo de los tres caballos, Héctor se levantaba a cada momento para ir a ver si le faltaba algo al suyo y le acariciaba el cuello, haciéndolo comer pan, pasteles, azúcar y declarando:

-Es un trotador desigual. Incluso me sacudió un poco en los primeros momentos, pero has visto como me recuperé con rapidez. Reconoció ya a su amo, no dará más quehacer.

Como lo habían decidido, regresaron por los Campos Elíseos. La amplia avenida era un hervidero de coches. Y en las aceras, los caminantes eran tan numerosos que parecían dos largas cintas negras desenrollándose desde el Arco del Triunfo a la Place de la Concorde. Una avalancha de sol caía sobre todo este mundo, haciendo brillar los barnices de las calesas, el acero de los arneses, las agarraderas de las portezuelas.

Una locura de movimiento, una embriaguez de vida parecía agitar a esta multitud de personas, equipajes y bestias. Y el Obelisco, cerca de allí, se elevaba en un vaho dorado.

El caballo de Héctor, tan pronto como pasó el Arco del Triunfo, agarrando, de repente, un nuevo impulso, aceleró el paso por las calles, dirigiéndose hacia su caballeriza a gran trote, a pesar de todos los intentos de apaciguamiento del jinete.

El coche estaba ahora muy, muy atrás; y he aquí que en frente del Palacio de la Industria, el animal, al ver campo abierto, giró a la derecha lanzándose al galope.

Una anciana con delantal estaba cruzando la vía con paso tranquilo; se hallaba justo en el camino de Héctor, quien llegó a toda velocidad. Impotente para controlar su bestia, gritó con todas sus fuerzas:

-Hola, Cuidado, Hola, Allí!

Quizás era ella sorda, porque continuó su camino en forma apacible hasta que, golpeada por el pecho del caballo que avanzaba como una locomotora a todo vapor, rodó ella diez pasos más lejos, las faldas en el aire, dando tres volteretas sobre su cabeza.

Se oyeron voces gritando:

-¡Deténganse!

Héctor, desesperado, se aferraba a las crines gritando:

¡Socorro!

Una sacudida terrible lo hizo pasar como una bala por encima de las orejas de su corcel y caer en los brazos de un sargento de policía que acababa de lanzarse en su persecución.

En un segundo, un grupo furioso, gesticulando, vociferando, se había formado a su alrededor. Un anciano sobre todo, un hombre de edad que llevaba una gran decoración redonda y grandes bigotes blancos, parecía exasperado. Repetía:

-Maldita sea, cuando se es torpe así, ¡nos quedamos en casa! No viene uno a matar a la gente en la calle cuando no se sabe conducir un caballo!

Pero aparecieron cuatro hombres que llevaban a la anciana. Ella parecía estar muerta, con la cara amarilla y su bonete torcido, todo gris por el polvo.

-Lleven a esta mujer a un boticario -ordenó el anciano caballero-, y vayamos donde el comisionado de la policía.

Héctor, entre los dos agentes, se puso en marcha. Un tercero llevaba su caballo. Una multitud los siguió; y de repente, apareció el coche de su familia. Su mujer se abalanzó fuera del vehículo, la mucama perdió la cabeza, los mocosos chillaban. Les explicó que pronto regresaría a la casa, que había derribado a una mujer, que no era nada. Y su familia, angustiada, se alejó.


A Caballo de Guy de MaupassantDonde viven las historias. Descúbrelo ahora