Parte 4

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La explicación con el Comisionado fue corta. Dio su nombre, Héctor de Gribelin adscrito al Departamento de la Marina; y se esperaron nuevas de la anciana herida. Un agente, enviado a buscar información, regresó. Ella había vuelto a recobrar el conocimiento, pero sufría terriblemente por dolores internos, dijo. Era una empleada de la limpieza, de sesenta y cinco años y llamada la señora Simon.

Cuando se enteró de que ella no estaba muerta, Héctor recobró la esperanza y se comprometió a sufragar los gastos de su recuperación. Luego se fue donde el farmacéutico.

Una multitud se encontraba estacionada fuera de la puerta; la buena mujer, estaba hundida en un sillón, gimiendo, las manos inertes, la cara aturdida. Dos médicos la examinaban todavía. No hay miembros rotos, pero se temía una lesión interna. Hector le preguntó:

-¿Sufre usted mucho?

-Oh, sí

-¿Dónde?

-Es como un fuego que tengo en el estómago.

Llegó un médico:

-¿Es usted, señor, el autor del accidente?

-Sí, señor.

-Será necesario enviar a esta mujer a un hogar de salud, conozco uno donde la recibirán por seis francos por día. ¿Quiere que me haga cargo yo?

Héctor, encantado, le dio las gracias y se fue a casa, aliviado. Su esposa lo estaba esperando con lágrimas. Él la calmó.

-No es nada, esta señora Simon está mejor ya, en tres días, estará como si nada, la envié a un hogar de salud; no es nada.

¡No es nada!

Dejando a su oficina al día siguiente, fue a buscar noticias de la señora Simón. La encontró comiendo un caldo graso con aire satisfecho.

-¿Y bien? -preguntó. Ella respondió:

-Oh, señor mío. No hay cambio. Me siento casi aniquilada. No hay mejoría. El médico ha dicho que hay que esperar, puede ocurrir una complicación.

Él esperó tres días y luego regresó. La anciana, con la tez blanca, los ojos límpidos, comenzó a gemir al verlo:

-No puedo moverme, señor mío. No puedo. Estaré así hasta el final de mis días...

Un escalofrío le recorrió a Héctor a través de los huesos. Le preguntó al doctor. El médico levantó los brazos:

-¿Qué quiere usted, señor? Yo mismo no lo sé. Ella grita al intentar levantarla. Incluso, su sillón no se puede cambiar de lugar sin hacerla dar gritos desgarradores. Tengo que creer lo que ella me dice, señor. No estoy dentro de ella. Hasta que no la vea caminar, no tengo derecho a asumir que todo es una mentira de ella.

La anciana escuchaba, inmóvil, con la mirada solapada.

Pasaron ocho días, luego quince, luego un mes.

La señora Simón no dejaba su sillón. Comía de la mañana a la noche, engordando. Charlaba alegremente con los demás pacientes, parecía acostumbrada a la inmobilidad como si este hubiera sido el reposo bien ganado por sus cincuenta años de escaleras subidas y descendidas, de voltear colchones, de carbón cargado de piso en piso, de golpes de escoba y de cepillo.

Héctor, angustiado, venía todos los días; todos los días la encontraba tranquila y serena y declarando:

-No puedo moverme, señor mío. No puedo.


A Caballo de Guy de MaupassantDonde viven las historias. Descúbrelo ahora