Capitulo 5

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Le pusieron una jarra de vino, del mejor, al frente, pero no lo probó. Mientras hablaba, la Japonesita se sacó una de las horquillas que sostenían su peinado y con ella se rascó la cabeza. Los perros se quedaron echados en el barro de la acera, gruñendo de vez en cuando junto a la puerta o dándole un rasguñón que casi la derribaba.

—Negus, tranquilo... Moro...

La Manuela también se sentó a la mesa. Se sirvió un vaso de vino tinto, de éste que su hija reservaba para las grandes ocasiones y que nunca le convidaba. La Cloty, la Lucy, la Elvira y otra puta más tomaban mate en un rincón, donde no las pescara el viento que entraba por las rendijas de las puertas y del techo. Cébame otro. No va a venir nadie esta noche. Bostezaban. Seguramente va a cerrar apenas se vaya el caballero y nosotras nos vamos a poder ir a dormir. Elvira, cambia el disco, ponme «Bésame mucho», ay no, otra cosa mejor, algo más alegre. La Elvira le dio cuerda a la victrola encima del mostrador, pero antes de poner otro disco comenzó a limpiarla con un trapo, ordenando a su lado el montón de discos.

Las noticias que trajo don Alejo Cruz fueron malas: no iban a electrificar el pueblo. Quién sabe hasta cuándo. Quizá nunca. El Intendente decía -que no tenía tiempo para preocuparse de algo tan insignificante, que el destino de la Estación El Olivo era desaparecer. Ni toda la influencia de don Alejo sumada a la de todos los Cruz convenció al Intendente. Tal vez dentro de un par de años, pero sin seguridad. Que entonces le volviera a hablar del asunto a ver si las cosas se veían más despejadas. Equivalía a un no rotundo. Y don Alejo se lo dijo así, claramente, a la Japonesita. Trató de convencerla de lo lógico que era que el Intendente pensara así, dio razones y explicaciones aunque la Japonesita no dijo ni una sílaba de protesta —sí, pues chiquilla, tan pocos toneleros que quedan, un par creo y viejazos ya, y la demás gente, tú ves, es tan poca y tan pobre, y el tren que ya ni para aquí siquiera, los lunes nomás, para que tú te subas en la mañana y te bajes en la tarde cuando vas a Talca. Hasta la bodega de la estación se está cayendo y hace tanto tiempo que no la uso que ni olor a vino le queda.

—Si hasta la Ludo me dijo esta mañana cuando le fui a pedir hilo colorado, cuando lo encontré a usted, don Alejandro, que estaba pensando irse a Talca. Claro, tiene a su Acevedo en un nicho perpetuo allá y con misas todos los días y una hermana que tiene...

— ¿La Ludo? No sabía. Qué raro que la Blanca no me dijo nada y estuvo a verla hace poco. ¿Cómo está la Ludo? ¿Es de ella la casa...?

—Claro, si Acevedo se la compró cuando...

Entonces la Manuela se acordó que la Ludo le había dicho que don Alejo quería comprársela, de modo que sabía muy bien de quién era la propiedad. Lo miró, pero cuando sus ojos se encontraron con los del senador los retiró, y mirando a las putas hizo señas para que acercaran el brasero. La Lucy lo puso entre la Japonesita y don Alejo y ella volvió a ofrecerle vino.

—No me desprecie, pues, don Alejo. Es de la cosecha que a usted le gusta. Ni a usted le queda de éste...

—No, gracias, mijita. Me voy. Se está haciendo tarde.

Tomó su sombrero, pero antes de pararse se quedó un rato todavía y cubrió con su manota la mano de la Japonesita, que dejó caer la horquilla en una poza de vino en la mesa.

—Ándate tú también. ¿Para qué te quedas?

La Manuela se encendió para terciar.

—Eso digo yo, don Alejo. ¿Para qué nos quedamos?

Las putas dejaron de murmurar en el rincón y miraron a la Japonesita como esperando una sentencia. Ella se arrebujó con su chal rosado, haciendo un movimiento de negación con la cabeza, muy lento, muy definitivo, que la Manuela conocía.

El Lugar Sin Límites - José Donoso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora