La Japonesita apagó el chonchón.
—Es él.
— ¿Otra vez?
Después que cerraron las puertas del camión transcurrió un minuto espeso de espera, tan largo que parecía que los hombres que bajaron se hubieran extraviado en la noche. Cuando por fin golpearon en la puerta del salón, la Manuela apretó su vestido de española.
—Me voy a esconder.
—Papá, espere...
—Me va a matar.
-¿Y yo?
—Qué me importa. A mí me la tiene jurada. No tengo nada que ver con lo que te pase a ti.
Salió corriendo al patio. Si se salvaba de ésta seguro que se moría de bronconeumonía como todas las viejas. ¿Qué tenía que ver ella con la Japonesita? Que se defendiera si quería defenderse, que se entregara si quería entregarse, ella, la Manuela, no estaba para salvar a nadie, apenas su propio pellejo, y menos que nadie a la Japonesita que le decía «papá», papá cuando una tenía miedo de que Pancho viniera a matarla por loca. Lo mejor era escabullirse por el sitio del lado para ir a pasar la noche donde la Ludovinia, caliente siempre en su dormitorio, y cama de dos plazas, no, no, nada de meterse en cama con mujeres, ya sabía lo que podía pasarle. Pero a la Ludo quizá le quedaran sopaipillas de la hora del almuerzo y se las calentara en el rescoldo y le diera unos matecitos y pudieran ponerse a hablar de cosas tan lindas como los sombreros de Misia Blanca cuando se usaban los sombreros y olvidarse de esto, porque esto sí que no se lo iba a contar a la Ludo para que no le preguntara y no tener que hablar. Hasta que esto retrocediera entrando en la oscuridad que se lo va tragando y entonces una le diría a la Ludo que sí, fíjate, mañana tal vez pudiera decírselo, fíjate que la chiquilla por fin se decidió y se llevó al hombre para la pieza, ya estaba bueno de leseras, ahora sí que nos vamos a quedar tranquilas, y toda la oscuridad rodeando todo hasta que fuera hora de dormir y poder ir dejándose caer gota a gota, dentro del charco del sueño que crecería hasta llenar entero el cuarto tibio de la Ludo.
La luz se encendió de nuevo en el salón. Un hombre apareció en el rectángulo. La aguja de la victrola comenzó a raspar un disco. Octavio se apoyó en el marco de la puerta. La Manuela dio un paso atrás, abrió la reja del gallinero y se escondió debajo de la mediagua junto a la escalerilla blanqueada por la caca de las gallinas, y el pavo de la Lucy comenzó a rondar, inflado, furioso, todas las plumas erizadas. La Manuela se metió una mano debajo de la camisa para calentársela: cada uno de los pliegues de su piel añeja era como de cartón escarchado, y la retiró. Ahora bailaban. La Japonesita cruzó el rectángulo de luz, prendida a Pancho Vega.
En un rato más iban a comenzar a registrar la casa para buscarla. ¡Si la Japonesita fuera lo suficientemente mujer para entretenerlos, para desviar sus bríos hacia ella misma, que tanto los necesitaba! Pero no. Iban a registrar. La Manuela lo sabía, iban a sacar a las putas de sus cuartos, a deshacer la cocina, a buscarla a ella en el retrete, tal vez en el gallinero, a romperlo todo, los platos y los vasos y la ropa, y a ellas, y a ella si llegaban a encontrarla. Porque a eso habían venido. A mí no van a engañarme. Esos hombres no habían brotado así nomás de la noche para acudir a la casa y acostarse con una mujer cualquiera y tomar unas jarras de vino cualesquiera, no, vinieron a buscarla a ella, para martirizarla y obligarla a bailar. Sabían que a ella se le había puesto entre ceja y ceja que no quería bailar para ellos, tal como el año pasado se le puso a Pancho que sí, que tenía que bailarle, roto bruto, viene por ella, la Manuela lo sabe. Mientras tanto se conformaba con bailar con la Japonesita. Pero después iba a buscarla a ella. Sí, podía haberme ido donde la Ludo. Pero no. La Japonesita bailaba, raro, porque no bailaba nunca, ni aunque le rogaran. No le gustaba. Ahora sí. La vio girar frente a la puerta abierta de par en par, pegada a él, como derretida y derramada sobre Pancho, con sus bigotes negros escondidos en el cuello de la Japonesita, sus bigotes sucios, el borde de abajo teñido de vino y nicotina. Y agarrándole el nacimiento de las nalgas, sus manos manchadas de nicotina y de aceite de máquina. Y Octavio parado en el vano de la puerta, fumando, esperando: después lanzó el cigarrillo a la noche y entró. El disco se detuvo. Una carcajada. Un grito de la Japonesita. Una silla cae. Algo le están haciendo. La mano de la Manuela metida de nuevo entre su piel y su camisa justo donde late el corazón, aprieta hasta hacerse doler, como quisiera hacerle doler el cuerpo a Pancho Vega, por qué grita de nuevo la Japonesita, ay, ay, papá que no me llame, que no me llame así otra vez porque no tengo puños para defenderla, sólo sé bailar, y tiritar aquí en el gallinero.