La Manuela giró en el centro de la pista, levantando una polvareda con su cola colorada. En el momento mismo en que la música se detuvo, arrancó la flor que llevaba detrás de la oreja y se la lanzó a don Alejo, que levantándose la alcanzó a atrapar en el aire. La concurrencia rompió en aplausos mientras la Manuela se dejaba caer acezando en la silla junto a don Alejo.
—Vamos a bailar, mijita...
Las voces agudas y gangosas de las hermanas Parías volvieron a adueñarse del patio. La Manuela, con la cabeza echada hacia atrás y el talle quebrado se prendió a don Alejo y juntos dieron unos pasos de baile entre la alegría de los que hacían ruedo. Se acercó el Encargado de Correos y le arrebató la Manuela a don Alejo. Alcanzaron a dar una vuelta a la pista antes de que el Jefe de Estación se acercara a quitársela y después otros y otros del c'rculo que se iba estrechando alrededor de la Manuela. Alguien la tocó mientras bailaba, otro le hizo una zancadilla. El viñatero jefe de un fundo vecino le arremangó la falda y al verlo, los que se agrupaban alrededor para arrebatarse a la Manuela, ayudaron a subirle la falda por encima de la cabeza, aprisionando sus brazos como dentro de una camisa de fuerza. Le tocaban las piernas flacas y peludas o el trasero seco, avergonzados, ahogándose de risa.
—Está caliente.
—Llega a echar humito.
—Vamos a echarla al canal.
Don Alejo se puso de pie.
—Vamos.
—Hay que refrescarla.
Entre varios tomaron a la Manuela en peso. Sus brazos desnudos trazaban arabescos en el aire, dejándose transportar mientras lanzaba trinos. En la claridad de la calle avanzaron hacia los eucaliptos de la Estación. Don Alejo mandó que cortaran los alambrados, que al fin y al cabo eran suyos, y abriéndose brecha entre las zarzas, llegaron al canal que limitaba sus viñas y las separaba de la Estación.
—Uno... dos... tres y chaaaaaaasssss...
Y lanzaron a la Manuela al agua. Los hombres que la miraban desde arriba, parados entre la mora y el canal, se ahogaban de la risa, señalando a la figura que hacía poses y bailaba, sumida hasta la cintura en el agua, con el vestido flotando como una mancha alrededor suyo y cantando El relicario. Que se atrevieran, los azuzaba, que le gustaban todos, cada uno en su estilo, que no fueran cobardes delante de una pobre mujer como ella, gritaba quitándose el vestido que lanzó a la orilla. Uno de los hombres trató de mear a la Manuela, que pudo esquivar el arco de la orina. Don Alejo le dio un empujón, y el hombre, maldiciendo, cayó en el agua, donde se unió durante un instante a los bailes de la Manuela. Cuando por fin les dieron la mano para que ambos subieran a la orilla todos se asombraron ante la anatomía de la Manuela.
—¡Qué burro...!
—Mira que está bien armado...
—Psstt, si éste no parece maricón.
—Que no te vean las mujeres, que se van a enamorar.
La Manuela, tiritando, contestó con una carcajada.
—Si este aparato no me sirve nada más que para hacer pipí.
Don Alejo regresó con un grupo a la casa de la Japonesa. Algunos se fueron a sus casas sin que los demás notaran. Otros, con el cuerpo pesado por el vino, se dejaron caer entre la maleza a la orilla de la calle o en la estación, para dormir la borrachera. Pero a don Alejo todavía le quedaban ganas de fiesta. Mandó a las hermanas Farías que se volvieran a subir en la tarima para cantar. Con algunos amigotes se sentó a una mesa donde quedaba un plato con huesos fríos y la grasa opacando la hoja del cuchillo. La Japonesa se les unió, para escuchar los pormenores del baño de la Manuela.
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