Capítulo I

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"Walid sonrió, y Zahra sonrió también, contagiada de su esperanza.

Ella clavó los talones en los flancos de su caballo, que salió al galope, hacia el corazón del desierto. Walid lanzó un grito de júbilo y la siguió.

Después solo quedó el silencio, la luz de las estrellas, las dunas y las miradas de los djinns, que nunca duermen."

Y lo cierto, es que nunca dormían.

Cualquiera habría pensado que dos muchachos corriendo por el desierto a caballo, gritando de júbilo, sería producto de su imaginación. Y posiblemente lo fuera, pero ellos no lo notaron.

Como cuenta la leyenda del Rey Errante, y dice su buen nombre, Walid y su familia jamás dejó de viajar. Él, Zahra, Hasan, Amir, Raschid y todos los demás, viajaron durante largos meses por toda Arabia y más allá. Visitando cada ciudad, cada desierto, cada oasis, como Zahra siempre quiso. Pero llegó el momento en el que los cuatro hermanos tuvieron que separarse. El menor de todos, Amir, o también conocido en algunos lugares como Sayf, el suluk, fue el primero en decir adiós, y en unos instantes su sombra no era más que una ilusión en el horizonte. Tiempo después el mediano, Hasan, decidió seguir su propio camino junto a una bella mujer del clan Bark, y se perdieron juntos con un par de camellos entre las calles de Damasco, un buen día de verano. Hasta que por fin, después de muchas risas y leyendas, el mayor, Raschid, el famoso mercader, abrazó a su socio y le dijo adiós, y con sus simples bromas, partió junto a una caravana que pasaba, y nadie nunca le volvió a ver.

Solo el cuarto hermano, el que no era de su misma sangre, permaneció con los suyos. Walid y Zahra vivieron juntos hasta que el padre de Zahra falleció, dejando sobre testamento que el nuevo jefe de la tribu sería Walid, y que perduraría hasta el final de sus días.

Todo el clan proclamó con gritos de felicidad al nuevo jefe, y Walid lo aceptó con mucho orgullo. Así, pasaron dos años, y el clan aumentó de tamaño, tanto que ahora acostumbraban a quedarse más tiempo en los oasis. Las manadas de camellos, ovejas y de más fue creciendo en cantidad, hasta que empezaron a venderlos a mercaderes que encontraban.

Y Walid siempre amó a Zahra. La acompañaba en todas sus noches, le susurraba casidas para que durmiera, la consolaba cuando la añoranza de su querido y amado padre volvía a su memoria.

Pero no fue hasta una noche de luna llena, que en ese momento el clan Bark se encontraba acampando en un oasis perdido, mientras que todos los beduinos bailaban en torno a la hoguera, cuando Zahra se acercó al oído de Walid, y con su dulce voz de hada, dijo unas simples palabras.

"El Rey Errante va a ser padre"

No había palabras para describir la felicidad que inundaba el rostro de Walid en ese momento, y pronto todo el clan se enteró de que su jefe iba a ser padre. La fiesta en su honor fue tan increíble que hasta Walid empezaba a hacerse a la idea de lo que le iba a pasar a partir de esos momento.

Pero la noticia no solo llevó a oídos de los beduinos, sino que más allá de las tiendas, al otro lado del desierto, gente de las calles pasaba de boca en boca que el famoso Rey Errante, el ganador de una de las mejores casidas de todos los tiempos en el certamen de Ukaz iba a ser obsequiado con su primer hijo.

Algunos no entendían esas noticias, otros simplemente no recordaban al Rey, e incluso algunos afirmaban que nunca existió tal persona. Pero si hubo una persona, alguien que normalmente pasaba desapercibido entre las ciudades de Damasco, envuelto en una tele gris vieja y con los ojos vendados, ocultando tras de si algo que pocos llegaban a imaginar.

El joven ciego sonrió cuando uno de los lugareños le afirmó que un hombre que se hacía llamar el Rey Errante sería padre en nueve meses. Por la mente del desgraciado pasaron un montón de imágenes de su pasado, en un palacio a rebosar de lujos, en certámenes recitando casidas para un príncipe, desterrado lejos por su osadía, intentando en varias ocasiones matar a su maestro... y esa última fue con la que más disfrutó. Acarició instintivamente tres trozos de tele vieja, pertenecientes a una alfombra que nunca nadie compraría ni se fijaría en ella, pero que para aquel pobre ciego eran su mayor tesoro. Le había costado mucho tiempo conseguirlas, y aún así le faltaba la cuarta pieza, la que le convertiría en señor del futuro, la pieza que siempre quiso conseguir.

La Princesa ErranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora