Pasaron exactamente siete años desde la llegada de la Princesa Errante al clan Sidhass, y los hombres empezaron también a saber amar de verdad a una mujer. Para la pequeña Iresa, todos y cada uno de los hombres eran su familia. A veces se sentía extraña, pues no había ninguno que se pareciera a ella en algo. Todos tenía la piel más clara, los ojos azules y los cabellos claros. Ella, en cambio, poseía una larga cabellera que le llegaba a la cintura, pero que la ataba con una gorda trenza. Sus ojos si podrían pasar como los de los Sidhass, pero había ese brillo extraño en su mirada, esa sensación de realeza, que decía a todo el mundo que ella no era de allí. Y la piel era oscura, curtida y perfecta. Solo un hombre en todo el clan se le parecía en eso, uno al que llamaba padre.
Al-A'sa creció también. Él era el que se encargaba de que su preciosa hija adoptiva creciera con las enseñazas del clan, y la única lección que la niña jamás debía romper era una simple regla:
Ante todo, salva tu vida, y la de tus compañeros Sidhass, cueste lo que cueste.
La niña no conocía otro dilema más que ese, y su familia se lo recordaba frecuentemente.
Con siete años de edad, ella ya era de las mejores ladronas del clan, por lo pequeña, escurridiza e inofensiva que era. Su padre no perdió el tiempo en enseñarle a arrebatar vidas, y la pequeña se convirtió en una despiadada asesina aún con siete años.
Y después estaba Oskar. El la enseñaba todo lo que tubo que aprender para convertirse el también en un Sidhass. La tradición decía que a los nueve años Oskar debía matar a su primer Kisarún, unas bestias peludas del desierto que sin que te dieras cuenta ya estaba muerto. Pero los Sidhass nunca morían. Oskar había pasado la prueba el año pasado, y una de las garras colgaba de su cuello, como amuleto, para el resto de su vida.
Y los dos niños del pueblo eran como hermanos. Ijam'b era el que cuidaba de la niña, la alimentaba y le enseñaba lo básico, pero al-A'sa era su verdadero padre, todo el mundo lo sabía. En la tienda del jefe nunca entraba nadie a excepción de el mismo, y la niña.
Pero una tarde de sol abrasador, en la que todos los Sidhass habían partido hacia un oasis cerca de la antigua Kinda, Iresa se quedó sola en las cuevas. A ella no la dejaban hacer viajes tan largos aún, pues era demasiado pequeña, y le ponía furiosa eso.
Siempre por ser la más pequeña de todos, debía quedarse en las cuevas. Pero ella sabía que no estaba sola. Oskar le había hablado muchas veces del viejo del clan, alguien que pocos recordaban. Ella nunca lo había visto, pues debía admitir que le asustaba ver uno, pero ella quería ir. Ahora que estaba sola, podría hacerlo, o sino moriría de aburrimiento.
Siguió las indicaciones que le había dado Oskar antes de irse y por fin encontró, en un rincón de la sala, un bulto envuelto en mantas. Al principio se asustó un poco de su imagen, pero se tranquilizó al comprobar que era muy lento para moverse, y que si le atacaba podría vencerle.
-Acércate, pequeña- dijo el hombre anciano, con una voz que no parecía de este mundo.
Ella le obedeció, como hipnotizada por su voz.
-¿Deseabas algo?- pregunta el anciano.
-No- contesta ella, fríamente.
Ella era de esas niñas con las que nadie podía. Seguramente, ni el más mortífero de los asesinos podría sostenerle la mirada a la pequeña Iresa, y aunque alguien pudiera, no viviría para contarlo.
Por lo que el anciano no era más que otro hombre para Iresa, alguien que si se interponía en su camino, acabaría mal.
O eso pensaba ella.
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La Princesa Errante
Aventura(Continuación de la obra El Rey Errante de Laura Gallego García). Me sentí completamente inspirada en mi infancia tras leer esta obra perfecta de L. Gallego, así que decidí hace poco escribir la continuación que me habría gustado que poseyera la rea...