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Descendí del automóvil sin siquiera darle un beso de despedida.

¿Aquella pregunta sería formulada con doble sentido o expresaba sus más sentidos deseos? Con el aturdimiento repiqueteando en mi mente, devanaría mis sesos una y otra vez, en vano.

Cómo en un círculo vicioso, Santiago me devolvía una y otra vez al punto inicial; de un modo u otro, siempre terminaba pensando en él, en su juego de palabras y en su perversa manía por enredar las cosas.

Sumergida en la vorágine de la boda de mi hermana, los meses transcurrieron con mucho trabajo en la oficina, numerosas visitas a las modistas para probarnos los distintos vestidos de damas de honor y demasiado nerviosismo por parte de mi hermana, que adelgazaba día tras día, logrando la reprimenda de la costurera, que debía modificar el diseño original.

Agradecí sobremanera que Juliana formara parte del séquito de las damas de honor; ella habría estrechado lazos con mi hermana, que se sentía muy sola, sobre todo, después de su regreso de Londres.

Egoísta y estúpidamente, cada vez que la veía enfundada en su proyecto de vestido, una lágrima inquieta desbordaba de mis ojos; pero no por la emoción de ver lo feliz que la hacía esa boda fastuosa y multitudinaria; sino porque veía mis sueños derretirse a mi alrededor.

La culpa por soñar con aquello que mi hermana tendría en menos de 20 días, me mortificaba. Como noche tras noche, cuando pensaba en Santiago. En lo que no fue. Sin poder lograr quitármelo de la cabeza, el dolor calaba en mi cuerpo, apoderándose de cada rincón de mi alma.

Convirtiéndose en una obsesión, mientras mayores eran mis intentos por olvidarlo, que con mayor velocidad afloraban los recuerdos suyos haciéndome el amor. Penetrándome con su mirada carnal y aguerrida, con sus manos tocando cada sitio prohibido; con su boca paladeando mi nombre al llegar a su clímax, me torturé mentalmente, flagelándome sin piedad.

Recién comenzado junio, las lluvias recrudecerían, al igual que los nervios de Valentina que todos los días llamaba al Servicio Meteorológico para cerciorase que el día de su boda, el 19, no correría igual suerte. A tal punto era su insistencia, que el muchacho del reporte ya conocía su voz, y su repuesta, a esas alturas, era sistemática.

"Aun no podemos visualizarlo, por favor, comuníquese en un par de días señorita"

Tras una jornada pasada por agua, la cual incluyó la prueba final de vestido, arribé a mi apartamento pasadas las 7 de la tarde. El cielo permanecía cubierto y oscuro, y los truenos vibraban ensordecedoramente.

Atrapada por un accionar mecanizado, sequé mi cabello con una toalla, cambié mis ropas por unas más holgadas, y encendí mi ordenador portátil, dispuesta a poner play a mi listado de reproducción. A todo volumen y en sentido aleatorio, di inicio a la primera canción. Madonna cantaba las estrofas de Rain, acertadamente al día. Levanté una ceja festejado íntimamente la casualidad del destino. En dirección a la cocina, me serví una copa de vino blanco, cuando un estridente rayo se perdió en el horizonte, provocando segundos más tarde el repiqueteo de las ventanas en su versión de trueno. Hurgueteando en el refrigerador, un envase de helado suplicó para que lo recogiera y lo comiese sin mayores culpas, sin lograr resistirme. El timbre sonó en el vacío dejado tras el retumbe del trueno. 

"¿Quién será?" Nadie solía ir a mi apartamento sin anuncio previo, y menos aun, con terrible tormenta.

—¿Quién? —pregunté por el intercomunicador con el sonido ambiente de la calle de fondo.

Nadie.

Tampoco volverían a llamar; suponiendo que alguien andaría aburrido por la calle y con ánimos de molestar, hundiría nuevamente la cuchara en el manjar de chocolate helado que tenía entre mis manos, cuando el sonido se trasladaría a mi puerta. Avancé despacio,

"Entre la Miel y la Hiel" - (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora