Pedazos de mí

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Salí a la terraza de la casa. Era un día frío pero soleado. Los rayos de sol llevaban horas calentando las baldosas color carbón, así que deslicé mis pies descalzos sobre ellas, luchando por hacerme con todo el calor que fuese capaz. Me senté tratando de no hacer ruido, apoyé las palmas de las manos también en el suelo y agradecí la caricia del sol con un suspiro.

Desde donde me encontraba se oían las risas de dos niñas que jugaban en el jardín de su casa. El sonido de sus pies chocando contra el suelo al correr se mezclaba con el de sus voces cantarinas, formando una sintonía perfecta para un sábado al mediodía.

El color azul del cielo se aclarecía en dirección sur, siendo interrumpido únicamente por un par de nubes solitarias que viajaban siguiendo los caprichos del viento. Bajo ellas, unas aves color pardo de tamaño medio surfeaban las corrientes con un destino claro: el sur.

La gente siente envidia de las alas por el vuelo. Por esa sensación de tranquilidad que nos transmiten los planeos de los pájaros y por esa libertad que imaginamos que deben sentir cuando agitan las plumas para despedirse del suelo.

Aquel día, sin embargo, yo envidiaba sus aterrizajes. El momento en el que regresan a un hogar y permanecen durante un tiempo. Descansan, anidan, recuperan fuerzas. Quizás tienen tiempo de socializar con su bandada, no lo sé. Lo único que conozco del comportamiento de las aves es la migración.

Y es que yo migro con ellas, volando también, aunque en un avión. Me detengo en un lugar, a veces una semana, a veces un mes, y me enamoro de su tierra, de su gente, de su clima. Y luego de pronto toca marchar y me embarga la nostalgia por lo que acabo de perder.

Solía pensar que carecía de hogar, que mi lugar no estaba en ninguna parte y que estaba condenada a moverme de una ciudad a otra hasta mi muerte. Los agujeros que siento en mi ser, sin embargo, cuentan una historia diferente. Cuentan la historia de una chica que viaja convirtiendo todo lo que pisa en su hogar.

Allí dejé esos pedazos de mí. Uno descansa en Katmandú, sentado a la sombra en un banco, mientras los chicos de un orfanato se sientan a acabar sus deberes. Otro lo dejé en Ciudad de Guatemala, en la casa de los maristas, donde los hermanos se sentaban frente al televisor a escuchar el pronóstico del tiempo. Cerca de Reykjavik hay otro, se enamoró de un lago y de la aurora, tuvo miedo de olvidarlos, y decidió quedarse. Otro está en Londres de momento, le encanta la universidad y no quiere dejarla. En Mallorca dejé unos cuantos, custodiados por las personas que más quiero en el mundo.

Hay más, por todas partes, pero tardaría días en mencionarlos a todos. Los dejé cada vez que amé algo o a alguien y los huecos vacíos de mi interior me lo recuerdan. Sé que esos pedazos de mí me esperan. Sé que quieren que vuelva para contarme todo lo que ha sucedido desde que me marché, pero empiezo a tener miedo a que mi ser de despedace tanto que mi cuerpo ya no pueda soportarlo.

Por todo eso envidiaba aquel día a los pájaros. Porque ellos, como yo, tienen varios hogares. Pero ellos, al contrario que yo, pueden regresar a todos con tan solo agitar las alas y despegar el vuelo.

No creo que vuelen por volar, como todos imaginamos siempre.

Vuelan porque quieren aterrizar en algún lugar.

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⏰ Última actualización: Apr 23, 2016 ⏰

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