Capítulo uno | Eterno, como los colores y hechizos.

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Capítulo uno | Eterno, como los colores y hechizos.

Peregrinando en una vida sombría sin retorno, pretendiendo ser fuerte y tenaz a las arremetidas que generaban los obstáculos, engendrando un estándar correcto a los ojos de los demás. Una muchacha con ojos de color océano, piel pálida y cabellera castaña de rizos, de rostro inocente pero expresión sensata; siendo del mundo, más no perteneciente de él.

Lo que ella sí sabía, era que su alma carecía de viveza. Una persona fuerte, pero con el corazón hecho añicos, a causa de las personas a su alrededor, y asimismo, de ella misma. Encontrándose en una encrucijada, de la cual no estaba dispuesta a perder, pero sin darse cuenta, lo estaba haciendo.

Esa era Tracy. Una sombra gris, una negruzca que nació para estar en la máxima oscuridad, y que juraba no alcanzar a tornarse de un color más vivo. Cuanto más pasaban los días, se hacía más constante la melancolía que entraba en lo más recóndito de su quebrantado corazón. La razón era desconocida e inexplicable, como una inesperada ventisca en días de verano; sólo ocurría, sin más y en el proceso derrumbaba todo lo que se encontraba a su paso, o quizás, sólo la deshacía a ella.

Hasta que lo conoció. De imprevisto, como una bonita casualidad, capaz de innovar o aportar algo aunque sea, a un pedazo de tu vida. Para Tracy, Basso no fue una de esas casualidades, porque él no contribuyó en la evolución de un trozo de su vida, él fue parte de ella. Supo cómo excederse; superó los límites que ella se planteó en aquél momento, los rebasó de modo persistente, no siendo consciente que desde que la conoció, ya había traspasado la mayoría de las barreras.

Menos su intocable corazón.

Año 2006. Institución de unidad educativa.

El reloj marcaba las 14.06 y la impaciencia de Basso se distinguía desde las esquinas de aquél salón de clases, donde un señor no más de cuarenta y cuatro años, con un acento peculiar, explicaba la clase correspondiente. Tal vez sus compañeros estarían mofándose de cómo es que la saliva de él destilaba de sus labios y no lo percibiría, ya que, además de impaciente, distraído se encontraba. No veía la hora para que sonara el timbre y luego, alardear de la estupenda oportunidad que se le interponía entre sus ojos: Hablar con Grecia, chica de la cual suponía estar apasionadamente enamorado desde sus siete años de edad, y que, a pesar de todo aquello, era su mejor amiga.

Aunque le inquietara, no podía dejar de contemplarla: podía asegurar que estaba intranquila, como él, debido a los reiterados golpes que daba contra la cerámica. ¿Por qué está así? ¿Ha pasado algo?, pensó el muchacho, preocupado. No obstante, apartó la mirada, ante los jaleos de su propia voluntad: no quería hacerla sentir irritada, o ninguna otra emoción desagradable, más aun podía suceder si de las miradas de enamorado estábamos hablando.

Basso verificó una vez más la hora, incrementando su desesperación en el proceso. Con la uña del dedo pulgar entre sus dientes, mordisqueándola sin las limitaciones de su madre, sus ojos se posaron en el reloj que se hallaba a la izquierda de la pizarra.

Las dos de la tarde con once minutos, y su impaciencia no se debilitaba.

Las dos de la tarde con quince minutos, sintiéndose mal, muy mal.

Las dos de la tarde con dieciocho minutos, diciéndose a sí mismo que ya se encaminaba la final de sus esfuerzos por mantenerse. Son excesivamente escasos los minutos para huír despavorido del salón.

-... Y así concluimos la clase de hoy -escuchó declarar el profesor Martínez-, ¿alguna duda con respecto al tema que vimos? Ah, y una cosa, absténganse a realizar preguntas estúpidas, por favor, que además de hacer perder el tiempo a uno, desorientan a los demás alumnos con sus sandeces.

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⏰ Última actualización: Mar 10, 2017 ⏰

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El Hechizo de sus Colores. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora