-Tus ojos han perdido el brillo, ___.
___ intentó sonreír. Dudaba que hubiera algo que pudiera hacer que sus ojos volvieran a brillar, después de que fuera tan evidente que su matrimonio había terminado. Sin embargo, no podía explicarle aquello a su amigo. Él era un hombre, y soltero. No entendería las complejidades de una mujer en los mejores años de su vida sexual, ni las complejidades del matrimonio.
-No, no -dijo Adrian desde detrás del caballete-. No inclines la cabeza. De ese modo, el sol no te ilumina la cara. Tienes unos rasgos muy bellos, y la luz del sol los realza.
-Pero también verás las arrugas que tengo alrededor de los ojos -gruñó ella-. El sol es implacable con las mujeres de treinta y cinco años.
-Tonterías. No tienes nada de lo que preocuparte, ___. Eres bellísima.
Adrian se arrodilló ante ella y le arregló la falda, ahuecándola por los pies. Después la agarró por los hombros y la colocó de modo que su pecho resultara más prominente, y le giró la cintura para que pareciera más esbelta. Cuando sus miradas se cruzaron, ella no pudo disimular que tenía los ojos empañados.
-¿Qué te ocurre, ____?
-Nada -dijo ella.
Volvió la cara hacia la ventana del invernadero, que daba al largo paseo de gravilla que conducía a la entrada de la finca de los Pentz.
-Creo que nunca te había visto llorar.
-La luz del sol es muy fuerte.
Él le tomó las mejillas e hizo que girara la cara para mirarlo.
-Hace meses que no eres tú misma, ___. Cuéntame lo que te ocurre. Sabes que no hay nada que no puedas contarme.
Eran muy amigos desde niños, puesto que vivían en casas vecinas. Ella conocía a Adrian desde antes que a Thomas, y tenía la triste impresión de que conocía a su amigo mucho mejor de lo que conocía a su marido.
Thomas... su esposo. ¿Dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo? No había vuelto a casa desde hacía una semana, desde que estaban haciendo el amor... no, ellos ya no hacían el amor. Desde que estaban teniendo relaciones sexuales, y los niños los habían interrumpido. Él se había puesto furioso con sus hijos y con ella. Se había marchado y no había vuelto a casa, y ella se había quedado preguntándose qué sería de ellos.
¿Había encontrado a otra mujer? ¿Estaba frecuentando los burdeles de Londres? ¿Había tomado una amante? Ella nunca había pensado que él fuera capaz de traicionarla, pero durante los últimos años las cosas habían cambiado mucho, y ya no estaba tan segura de él. Ya no lo conocía. No era el hombre con el que se había casado.
La ponía enferma pensar que él estaba en la cama con otra mujer, acariciando con sus preciosas manos las piernas y los pechos de otra mujer. Recordó todas las palabras de amor y de cariño que él le había susurrado al oído, y al pensar en que pudiera susurrárselas a otra, sollozó.
-¿Qué te ocurre? -volvió a preguntarle Adrian. Su voz era suave, y su tono era de preocupación. Adrian la entendería. Él siempre la entendía, cuando Thomas llevaba tres años sin querer entender sus necesidades.
-¿Se trata de Pentz? -le preguntó él, y ella asintió. Entonces, él le secó las lágrimas de las mejillas con los pulgares-. Ya no te satisface -dijo rotundamente.
Elizabeth asintió y se enjugó los ojos con el pañuelo.
-Sí. No me hace feliz. No lo he sido desde que nació Jamie. Thomas y yo nos hemos convertido en unos extraños... Ya no hablamos, ni nos acariciamos, ni nos besamos. Ya no lo conozco.
-¿Y cómo es posible?
Las lágrimas volvieron a caérsele de los ojos, y ___ no hizo nada por impedirlo.
-Ya no me desea, Adrian. Cuando viene a mi cama, es como si solo estuviera cumpliendo con su deber. Se apresura con todo y me deja frustrada y anhelante. Es evidente que ya no nos quiere, ni a nuestros hijos, ni a mí. Ya no es feliz conmigo. Ahora mismo está en Londres, haciendo Dios sabe qué. Seguramente, acostándose con una mujer de menos de veinticinco años. Yo ya no puedo competir con una mujer joven, Adrian. No puedo darle lo que necesita.
-Vamos, ven aquí -dijo Adrian, y la abrazó-. Estoy aquí para apoyarte -murmuró, mientras ella sollozaba contra su pecho-. Estoy aquí, ___, para lo que necesites.
___ alzó la cara y lo miró a través de las lágrimas. Él la comprendía por completo. ¿Por qué no podía comprenderla también Thomas?
Mientras se miraban, ___ vio que de repente, una cortina oscura pasaba por delante de los ojos verdes de Adrian. Pese a la confianza que existía entre los dos, ella sabía que le ocultaba muchas cosas, que había muchas cosas de las que él nunca iba a hablarle.
¿En qué estaba pensando en aquel momento su amigo? ¿Temía que ella aceptara su ofrecimiento? ¿Sabía que ella ya no quería un esposo, sino un amante, un hombre que adorara su cuerpo y satisficiera sus deseos sexuales? ¿Quería él ser aquel hombre, o temía secretamente que ella se lo pidiera?
-___ -dijo Adrian, y se apartó de ella-. Casi no puedo creer que vaya a decir algo tan artificioso y tan manido -prosiguió, antes de besarle la frente con suavidad-, pero un matrimonio es como un jardín. Necesita que lo cuiden año tras año, que lo cultiven y lo abonen. Y cuando comienzan a salir malas hierbas, cosa que ocurre siempre, hay que arrancarlas inmediatamente. Algunas veces, el amor no es suficiente para mantener unidas a dos personas. ¿Entiendes lo que quiero decir, ___?
Sí, lo entendía. Ella había descuidado su matrimonio, y ahora su matrimonio estaba asfixiado por el estancamiento, por la conformidad. Por la rutina y la fatiga. Ella había dado por garantizado el amor de Thomas, había esperado que él supiera siempre lo que deseaba, dentro y fuera del dormitorio. A ella no se le había ocurrido pedirlo, había pensado que él lo sabría.
-Y estás equivocada en lo que piensas, ___. Eres una mujer muy bella y muy deseable. Cualquier hombre daría su alma por poder acostarse contigo.
___ sonrió y se secó los ojos.
-Ojalá mi marido estuviera de acuerdo con eso. Me temo que diez años de matrimonio y cuatro hijos han dado al traste con mi atractivo.
-¿Quieres saber cuál es el atractivo de una mujer de treinta y cinco años? -le preguntó Adrian-. Es la confianza en sí misma. La madurez. La aceptación. La seguridad para perseguir lo que se desea y saber lo que se quiere. No hay jueguecitos tontos, ni lloros, ni pataletas de una jovencita. Las mujeres maduras saben pedir lo que quieren, tanto en la vida como en el dormitorio. Aceptan el hecho de que pueden ser madres y esposas, y también ser personas con necesidades sexuales, las mismas que sus esposos. Esas mujeres jóvenes por las que te preocupas, ___, no son competencia para ti. Aprende a pedir lo que quieres. Exígele que te permita hacerle lo que tú quieres, y te garantizo que será tuyo. Y no dudes, ___, que Pentz sigue siendo tuyo. ¿Cómo iba a dejar a una mujer tan preciosa, tan deseable y tan sensual como tú?