Mis piernas se mueven a toda velocidad, pasando por delante de toda persona que hay en la calle ahora mismo. Mis Converse se están rompiendo más de lo que ya lo están y la falda se me vuela a cada paso que doy. Para cuando me doy cuenta, estoy atravesando la entrada del campo donde ahora mismo juega él, la inercia y las ganas de verle me han llevado hasta allí. Apenas hace 20 minutos que ha empezado el partido, y si no llega a ser por redes sociales no hubiera llegado a saberlo, pero ahora lo sé, y estoy ahí, de pie, lo más alejada posible del campo, pero lo suficientemente cerca como para ver con claridad los números de los dorsales. No quiero que me vea, de hecho no sé qué hago ahí si estamos peleados, supongo que simplemente quiero verle. Estoy temblando, y enseguida le veo, y no puedo evitar pensar en de lo parecidos y distintos que somos a la vez.
Para que hagáis una idea, yo soy más o menos alta, de metro sesenta y cinco, para ser exactos, pelo liso, rizado en verano, castaño oscuro y largo, normalmente saco buenas notas y un poco bipolar, no voy a mentir. Por contra él mide un metro cincuenta aproximadamente, su pelo es rubio y ondulado, no es de los más brillantes de su clase y tiene las cosas claras. Tampoco vamos al mismo instituto ni nos vemos demasiado. Lo poco que tenemos en común son algunos amigos, la edad, las ganas de vivir, lo mucho que nos queremos y que ambos estamos rotos.
Pero estoy empezando la casa por el tejado, así que mejor os explico como empezó todo y porque estoy ahora mismo de pie, temblando viendo como juega.