Al menos no supe más hasta el mes siguiente, lo recuerdo todo perfectamente: era viernes y estaba tirada en el sofá, dispuesta a echarme una siesta antes de que mis amigos irrumpieran para que bajara un rato antes de ir a entrenar, pero esta vez lo que interrumpió mi sueño fue una vibración de mi móvil, lo desbloqueé dispuesta a echarle una bronca monumental a quien fuera que me acababa de despertar. Pero no era ninguno de mis amigos, era Mario pidiéndome mi número, y, ¿porqué no? Se lo di y empezamos a hablar por WhatsApp, hablábamos cada día hasta tarde, y la verdad es que nunca he tenido tanta confianza con nadie en tan poco tiempo, pero tenía esa manera que me hacía sentir como si lo conociera de toda la vida, y como bien dicen, el roce hace el cariño, y ese niño es el tipo que quieres presentar a tus padres: atento y cariñoso, con un punto de algo que me encantaba, y en menos de un mes estábamos locos el uno por el otro, me venía a ver cada semana, y cada vez que nos veíamos nos fundiamos en un abrazo de esos que no sabes si van a acabar, y de hecho no quieres que acaben nunca.
A mi me encantaba ese algo que teníamos, de hecho hubiera seguido así eternamente, queriendonos sin ser nada, y ojalá el intercambio no lo hubiera cambiado todo.