Tardes de Abril

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II

Salí a comprar unos huevos en la tiendita de Jacinto para la cena, aquel anciano marinero retirado que conocía el mar de Perla Azul como la palma de su mano, (pero, ¿quién conoce sus palmas tan exactamente así en la vida? Qué dicho tan extraño) él siempre contaba con entusiasmo la historia de aquel bagre de 50 kilos que le costó el dedo anular de la mano derecha, pues él fondeaba en alta mar buscando pescar un preciado rey o un atún bien gordo, cuando como cosa muy extraña (ya que los bagres están casi siempre en el suelo marino buscando cual cosa puedan comerse) un inmenso bagre picó la carnada y enganchó el anzuelo en su boca, él, expectante de que fuese el preciado rey, luchó a toda costa contra el inmenso bagre, este tendía a nadar hacia abajo, a su hábitat, queriendo escapar de aquella trampa, pero el viejo Jacinto, que en ese entonces no era tan viejo, o al menos no como ahora que se le marcan las líneas de la vejez en todo su cuerpo, jaló con tanta fuerza y adrenalina al pobre bagre que olvidó zafar su dedo anular, el cual fue estrangulado por el nailon que sostenía la batalla entre esos dos seres. Al llegar a la costa y dirigirse al Hospital San Agustín, no había más remedio que amputarlo, cosa que el experto marinero lamentó, hasta que llegó a su casa después de unos días, sacó al pesado pescado del refrigerador y se dispuso a limpiarlo y cortarlo para venderlo por kilos a los pueblerinos, triste, sabiendo que este no costaba mucho y no era tan preciado, y para su sorpresa, en aquel animal que le costó un dedo, le recompensó con unas joyas del siglo XVIII que se había tragado del fondo del mar, 5 para ser exacto, dos anillos, un collar, dos solitarios y pendiente que tenía una piedrita que parecía un zafiro. Con tal tesoro, levantó un piso su casa, y abajo, donde antes era su casa, abrió su tiendita de víveres para dejar la vida del mar a un lado, después de tantos años. Llegué a mi casa para hacer mis huevos revueltos, y comí esa noche, mi primer día de jubilado. Recién jubilado del Colegio de Artes, donde dictaba clases de arte contemporánea desde hacía 25 años, solo, y sin hijos, me dispuse a pasar el resto de mi vida haciendo algo que me fascinaba desde pequeño, pero nunca tenía tiempo luego de que las labores profesionales consumieran este como una solitaria, leer. Aquellas tardes de abril descubría mundos y me aventuraba en aquel balcón de mi casa que daba a la calle Anderson, donde cualquiera que pasase me daba un saludo y ¿cómo no? Yo le devolvía. Julio Verne y su viajes, Cervantes y su Quijote, García Márquez y sus cien años, Adolfo Bécquer y sus poemas increíblemente casi palpables, Quiroga y sus cuentos de la selva, Cortázar y sus cronopios y famas, Borges y su libro de los seres imaginarios, tantos, tantos buenos amigos.

Una tarde muy hermosa y cálida, leía como de costumbre luego de beber una taza de té caliente, como me la preparaba mi esposa, de pronto un saludo cordial me llamó la atención y desvié mi mirada hacía la calle Anderson frente a mi casa:

Buenas tardes, ¿qué lee?

Buenas tardes, leo La Casa Verde, de Vargas Llosa, ¿lo conoces? – le respondí viendo a aquella niña sonriente parada a un lado de la cerca de mi pequeño patio pintado con rosas, girasoles y césped a ras del suelo.

No, ¡pero sí me gusta leer! – respondió haciendo un gesto gracioso levantando una ceja y una sonrisa a medias del mismo lado de su rostro.

¿Cómo te llamas? – me inundó la curiosidad por saber quién era aquella niña tan hermosa, que no había visto nunca en Perla Azul.

Jazmín, Jazmín Carolina Rodríguez Arias.

¿De la familia de los Rodríguez en la calle San Lorenzo? – recordé que una vez habían mencionado acerca de una nieta de Juan Rodríguez por parte de su hijo Javier, que se había mudado a la ciudad ya hacía muchos años, y que decían que era una niña dichosa y llena de belleza, tenía que ser ella.

¡Sí! ¿Conoce a mi abuelito Juan? – respondió entusiasmada.

Cómo no, amigo de años, desde que comíamos mangos cerca de la Plaza Fermín Loaiza como por el '52 ¿has ido allá? Es muy bonito eso por allí, los árboles y la...

¡Sí! Si he ido varias veces, muy lindo, y siempre voy a las tienditas que venden dulces caseros muy ricos que quedan cerca – decía esto mientras hacía un ademán con su mano derecha, juntando su dedo índice con el pulgar y levantando los otros tres dedos, tratando de resaltar la calidad de aquellos dulces, que sí, eran exquisitos.

Luego de una larga conversación en la que me contó acerca de su reciente llegada al pueblo a consecuencia de que sus padres tuvieron que regresar de la ciudad por dificultades que no me explicó, y entre risas y admiración con respecto a las cartas enamoradizas que le dejaban al frente de la casa de su abuelo Juan desde hacía unas semanas atrás, la invité a pasar, tenía unas galletas de naranja en la repisa y un poco de té que había sobrado, le pareció delicioso, y me dio las gracias por mi amabilidad, yo me sentí halagado, ya que desde hacía mucho que no tenía una visita, que no fuese la del lechero que fielmente iba todos los martes y conversábamos de todo un poco. Las siguientes tardes conté con su compañía en mi casa, le contaba de las cosas que había enseñado en el Colegio de Las Artes, pero por la expresión de su rostro, no parecía interesarle mucho, y ella me hablaba de sus gustos por la cocina francesa y algunos viajes que había hecho en su corta vida. Entonces luego de unos días, recordando lo que ella me había afirmado aquella tarde que la conocí, la llevé a mi extensa biblioteca, en la cual cambió su semblante, mudó su rostro como al de un niño en una inmensa tienda de dulces o un parque de diversiones. Comenzó a hurgar en toda la biblioteca los libros con bastante curiosidad, se reía y se asombraba a veces de los pequeños y grandes libros que allí se encontraban.

¿Quieres leer uno? – le dije con entusiasmo a Jazmín, que ese día vestía una falda azul cielo con lunares blancos, zapatillas negras que dejaban un poco descubiertos sus pálidos pies, una blusita blanca remangada a tres cuartos que le quedaba un poco grande y unos zarcillitos que tenían unas piedras negras que colgaban de tres hilos, redondas y relucientes.

¡Si! Me encantaría, es más, recomiéndeme uno usted, que no sea tan largo y que tenga que ver con el mar, ya que estamos muy cerca del mar ¿le parece? – me dijo con un tono lleno de gracia, respeto y a la vez como imponiéndome tal tarea, qué niña tan educada.

Bueno, está bien, me gusta tu ánimo. A ver, déjame buscar por aquí... la última vez estaba... ¿Dónde...? ¡Aquí! Este te va a gustar mucho, a mí me fascinó, toma – le acerqué mi mano con el libro del gran Defoe, Robinson Crusoe.

¡Gracias! Lo comenzaré a leer hoy mismo. Ro–bin–son Cru... ¿el nombre es...? – preguntó un poco desconcertada por la pronunciación.

Crusoe, quizá francés, aunque ese libro es de un autor inglés, el gran Daniel Defoe, me parece un gran comienzo para tu lectura, es considerada una de las primeras novelas inglesas, aunque estoy haciendo un poco de trampa, ya que Robinson no se queda cerca del mar, sino cerca de un río, pero no te contaré más, no vaya a ser que arruine tu entusiasmo.

Ella pasaba casi todas las tardes leyendo aquel magnífico libro lleno de aventuras, a veces con asombro, a veces lloraba un poco, quizás por la despedida emotiva del padre de Robinson, o la fiel devoción de Viernes, no lo sé, solo se quedaba allí en silencio, como petrificada por lo que sucedía en su imaginación mientras leía, pocas veces me pedía con mucha educación ir a el tocador, para luego seguir leyendo aquel libro, en aquellas tardes de abril.





El regresoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora