Recuerdos

25 0 0
                                    

III

Retumbó en aquel vacío esa profunda voz, que irrumpió el silencio, y enseguida escuché voces y sentí el viento recio en todo mi cuerpo, y visioné rostros de años atrás, como imágenes difusas que no lograba concretar, estaba tan confundido como cuando todo se detuvo mientras permanecía agachado, junto a la querida Jazmín, ya durmiente en su último sueño ¿Y qué es esto que sucede? ¿Por qué estos recuerdos? ¿Qué les diré a los padres de Jazmín? ¿De quién fue esa voz en medio del silencio? Sentí que me dieron un tirón muy fuerte de mi hombro derecho, haciendo que volteara casi enseguida al recibir aquel jalón, y de pronto...

Las ferias en el Perla Azul cerca de la plaza Fermín Loaiza eran una distracción de verano, traían cuantas atracciones pudiesen, de pueblos y ciudades lejanos, y muy raras veces, de otros países. Animales exóticos, el hombre más peludo del mundo, el mago del mediterráneo, la mujer elástica, el enano pigmeo de las selvas africanas elevado en una jaula, entre tantas cosas que, sí, no alcanzaba a ver. Tenía como 7 u 8 años con un aproximado de 85 centímetros de estatura, ahora que recuerdo, si hubiese podido saltar muy alto, de seguro hubiese sido contratado en efecto, para aquella pequeña exhibición de pulgas saltarinas que realizaban en la feria. – No puedes hacer esto, no puedes ir allá, no puedes esto, no puedes aquello... – era todo lo que me decían mis padres, creo que eso tuvo una consecuencia directa a mi apatía por los deportes. El algodón de azúcar iba directo a mi sangre, como si me lo inyectasen en las venas, ya que apenas comía un poco de la deliciosa y esponjosa bola rosa, enseguida alteraba mis energías a tal grado, que me daba por correr y reírme mucho, ya mis padres lo sabían, por eso siempre me tenían tomado de sus manos mientras alguno de ellos sostenía mi algodón de azúcar. Una tarde de feria, después de un malcriado acto de lloriqueos y ruegos dignos de una obra magnífica del teatro austríaco, me concedieron el deseo de comer ese anhelado antojo, mi preferido algodón de azúcar, ellos se encontraron con el señor Ernesto – supongo que ya debe haber fallecido después de tantos años, que en paz descanse – y se pusieron a conversar amenamente. El señor Ernesto tenía un molino con un asno, un poco más allá de donde ahora está el hospital, algo apartado del pueblo, consentía al asno como a su hijo cuando no había nada que moler, le daba agua y alimento, y este último más de tres veces al día en algunos casos, cuidándolo casi siempre más que su propia vida, y cuando había segado, y recogido la cosecha de maíz, el asno molía macilentamente los granos, y a veces se veía al señor Ernesto, dándole vueltas el mismo a la porosa piedra circular, sosteniendo el mango de madera que sobresalía de aquel mecanismo rotatorio. Aprovechando que mis padres estaban distraídos, yo salí corriendo hacia adelante y cruce en un callejoncito, construido al azar por las lonas de las tiendas de la feria, escuché a mis padres que me llamaban, y como un juego de escondidas, riéndome en mi inocencia, me deslicé por debajo de la falda de una tienda, entrando a un sitio atiborrado de velas, aromáticas y de colores, algunas encendidas y otras no, cartas en el suelo, unos dados viejos en una mesita como de caoba, una alfombra de estrellas y lunas en el techo y una mujer que me acertaba con su mirada al fondo de aquella tienda.

Bienvenido pequeño – me dijo la sombría mujer, que calculo rozaba los 60 años, ya que tenía muy acentuada la vejez en su rostro. Tenía puesto un gorro con plumas en la parte delantera y una piedra con forma de sol que le colgaba del cuello, y mientras hablaba, me llamaba con el dedo índice, que danzaba de manera vertical, encogiéndose y estirándose repetidas veces.

Mis papás me... – balbuceé, con un poco de miedo.

Ellos ya vendrán, tranquilo, acércate, ¿cuál es tu nombre? – me preguntó con una sonrisa pícara y espeluznante, y cuando le dije mi nombre completo, puso una cara de asombro, abriendo su boca lo más grande posible y los ojos abiertos en su máxima extensión.

Un día por ocasión,

y un hilo a la vez,

si caminas al revés,

encontrarás la solución.

A esta vieja se le zafó una tuerca, pensé mientras mis padres me encontraron muertos del susto y disculpándose con la señora, que luego supe que practicaba la onomancia con algo de poesía, algo que no descubriría años después, cuando por casualidad buscaba el significado de la palabra "onoso" - palabra que no existe - en un diccionario de mi padre, grande y pesado, el cual yo decía supersticiosamente, que tenía el lenguaje "encerrado". Pensándolo bien, onoso podría ser una palabra que posiblemente me había inventado leyendo los poemas de Antonio Machado, que leía mucho cuando era adolescente, pero creo que eso es cosa normal de cada hablante, inventarse una palabra de vez en cuando, solo que yo en mi ignorancia, me topé con aquella sorpresa, que me hizo recordar a la vieja adivina, y al cuaderno que de todo un poco tenía, dibujos, acrósticos, pequeños relatos, estampillas y notas, que guardaba debajo de la cama desde mi infancia. Entonces me aprendí aquella frase, y la recitaba frente al espejo, y ponía una cara de misterio para luego reírme de mi mismo e imaginar cuanta cosa absurda y precoz se me ocurriera. Creo que nunca entendería mejor esa frase aquella tarde del 5 de agosto del año 1992, cuando sucedió algo muy inesperado.


El regresoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora