La calle Miraflores

60 1 3
                                    


I

¿Qué tan frágil puede ser un segundo? Sosteniéndose en los átomos de la existencia para consumirse, como si hubiese esperado al igual que un mártir el momento exacto para ahogarse en el presente, es un acto suicida, continuo, que inverosímilmente nos da vida, a nosotros, que si tenemos la noción del tiempo, ese tiempo que es rígido, y que jamás pensé que fuese a descubrir del otro lado del espejo, vale.

5 de agosto de 1992, el cielo no ostentaba nubes y a poco iba cediendo el sol los últimos rayos de luz en el ocaso, en aquel cielo, las gaviotas del pueblo Perla Azul revoloteaban sobre un bote que llegaba al muelle con su preciada carga del día, este apenas llegaba al muelle y ya tenían una gran clientela de pueblerinos rodeándoles a ver qué pescados frescos traían los marineros. Jurel, rey, mero, eran los más demandados por nosotros, ansiosos de que los suculentos pescados llegasen a nuestra estufa y luego, a nuestros platos. Ese día quise llevar a Jazmín, la preciosa joya de la familia Rodríguez, una queridísima compañera de lectura en mis tardes de recién jubilado, ella llevaba su chaqueta de lana que tanto le encantaba color rosa, su gorro tejido blanco que le hizo su abuela Teresa, aunque este que ya estaba un poco amarillento por los años, y un pantalón ajustado color negro que hacia resaltar sus delgadas piernas larguiruchas, con 14 años era una flor, la sonrisa más bella del pueblo de Perla Azul, los chicos de las cuadras cerca de la calle San Lorenzo le dejaban cartas en la puerta de su casa (¿quién será el afortunado que un día será su noviecito? Se preguntaban) utilizando versos de Neruda y de Darío, de Sabines y de Bolaño, del Borges encantado, casi mítico, para endulzar sus cartas. Ella disfrutaba leer cuanta carta le llegara, con errores o con horrores, no importaba, destilaba una sonrisa fresca cada vez que veía en su pórtico las tan apasionadas cartas. Su belleza era inigualable en el pueblo, esos ojos preciosos color miel y delicadas manos casi de seda, esa sonrisa deslumbrante que no podía ser igualada, su piel frágil y casi transparente, sus cabellos rubios llenos de vida, y su corazón entero era un tesoro, una joya, la joya de la familia Rodríguez.

Conseguimos comprar un gran jurel que prometía un almuerzo al día siguiente "de reyes", al cual de antemano, ya había invitado a los padres de Jazmín para pasar un viernes diferente en mi casa, en vez de leer libros como solíamos hacer. Cruzando la calle Miraflores, Jazmín se acordó de una de las tantas de frases que ya había leído en una carta, gracias a sus devotos enamorados, Jaime Sabines era el protagonista en este verso:

No fuiste antes ni después, fuiste a tiempo.

A tiempo para que...

Sentí que mi corazón se detuvo, mis ojos crecieron y cambió mi semblante, alcé mis manos, respiré hondo, me dejé morir en ese preciso segundo, entré en pánico, lloré, y, todo pasó tan rápido. El señor Domingo era el dueño de la frutería de la calle Arteaga, tenía como esposa a la señora Flores y su hijo Damián de 8 años, este, sufría de una enfermedad que le dejaba boquiabierto y como en estado de coma cuando dando sacudidas quedaba en el suelo, ellos lo abrazaban y esperaban a que el mal momento pasase y el mejorara progresivamente luego de una a dos horas después de lo sucedido, ocurría con cierta frecuencia, a veces pasaban meses sin vestigios de la enfermedad rara que los doctores, ni el doctor Higuajín que era el mejor del Perla Azul conseguía diagnosticar. Aquella tarde del 5 de agosto que casi rozaba la noche, Damián tuvo aquellos espantosos espasmos que lo dejaban indefenso y boquiabierto, pero esa vez, ocurrió algo inesperado: A Damián le costaba respirar. Damián se estaba ahogando y sus padres no sabían qué hacer. El señor Domingo, preocupado por su hijo, corrió a buscar las llaves de su auto Fiat del '87, buscó su abrigo lo más pronto posible mientras su esposa llevó corriendo a su hijo en brazos hasta la puerta trasera del carro esperando a que llegase su esposo, abriendo las puertas como un relámpago, ingresaron al auto en un santiamén, encendió el auto, se dirigía directo al Hospital San Agustín de Perla Azul, bajó por la farmacia, cruzó en la avenida que daba al Colegio de Artes, recorrió la avenida mientras veía a través del retrovisor a su hijo casi azul y dando profundos respiros, llegó hasta la calle Verde, viró hacia la plaza Fermín Loaiza, aceleró en la calle Miraflores viendo a su hijo muriéndose en el asiento trasero de su Fiat blanco, aceleró más aún porque se acababa el tiempo de su preciado hijo, su único hijo, la única Jazmín, fue arrollada por el desesperado señor Domingo mientras citaba al prodigioso Sabines en uno de sus memorables versos escrito en una carta por un enamorado que nunca sabría que iban a ser las últimas palabras de su amada, ese 5 de agosto.

Tendida en el suelo a casi 10 metros del lugar del arroyamiento, tendida en esa calle entre la vida y la muerte, corrí a socorrerla, mientras yo estaba sumido en un notable estado de shock. Al llegar a donde yacía, con los ojos muy abiertos y alterada, el dolor la consumía y respiraba aceleradamente, me vio, y respiró profundo, en una última presencia de su hermosa sonrisa enrojecida por la sangre, y exhaló sus últimas palabras: "... a tiempo para que me enamorara de ti". ¿Por qué? ¡¿Por qué?! Pero es que nunca hay respuestas para estas cosas que se nos escapan en la vida, y me resigné a llorar como un niño, como no lo hacía desde que mi amada esposa había fallecido a consecuencia del cáncer en su hígado en el año 1972. El desesperado señor Domingo solo exclamó un "¡Ay, Dios mío!" mientras siguió su carrera al Hospital San Agustín de Perla Azul. Dejó allí tendida en la calle Miraflores a la flor que se marchitó con su deceso, la joya que perdió su brillo aquella tarde, la sonrisa de Jazmín que se opacó frente aquel mar y las gaviotas. De pronto, fui invadido por un silencio tenebroso, tanto silencio era terrible y a la vez sofocante. Vi alrededor las gaviotas, y el mar, y a la señora Carmen, y los perros de la calle, y los árboles, y los carros, y las caras de los testigos, todos, detenidos como por magia, quedé atónito, a decir verdad, no sabía qué pensar, eran dos sucesos que me parecieron tan distantes en ese momento, la muerte de la querida y preciosísima Jazmín y esto, esto que no entendía, justo ahora no entendía. Y escuché una súbita voz en aquel silencio misterioso que exclamó: ¡Regresa! 




El regresoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora