Salvación

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¿Qué haría ahora? Estaba en el medio de un bosque; nevaba lentamente; el frío del viento invernal cortaba mi piel ya que no llevaba nada más que un simple vestido de gasa celeste y zapatillas de delgada tela blanca.

Moriría congelada si no encontraba un refugio, hacía un fuego (que no tenía ni idea de cómo se encendía) y comía algo que permitiera aumentar mis energías. De esa manera, pensé, podría llegar a pasar la noche, con mucho frío y a punto de morir congelada, pero lo lograría. Y en la mañana todo sería diferente. Esperaba.

Pensaba en la niña y en el pequeño, en mi madre, en mi hermana, y en su tristeza inmensa al ver cómo su fiesta de cumpleaños era destrozada de la peor manera.

El vaho blanquecino que salía de mi boca distorsionaba la visión que se me ofrecía delante y de la cual no disfrutaba, pero ya no me importaba si veía con claridad o no lo hacía; moriría petrificada en la hierba negra en un bosque que, a pesar de su cercanía, nunca había recorrido antes de esta noche.

El tronco de un ancho árbol fue un buen amigo y me ocultó de los ojos de aquellos hombres que venían a por mí. Cubrí mi boca con manos temblorosas y esperé escondida, entre helechos y hierba congelada, a que esos hombres se fueran a por donde llegaron.

Mi vestido rasgado no actuaba como la barrera térmica que requería, y los pequeños rasguños que me había hecho durante mi descenso ardían dolorosamente. El vapor blanco de mi aliento se hizo cada vez más espeso, pero menos notorio: el fuego del castillo estaba apagándose; la oscuridad aumentaba porque el infierno de arriba moría lentamente.

En un momento sentí cómo todo se fundía en un negro espeluznante, un negro más oscuro que el que ya me rodeaba, y vi perfectamente a mi madre, a mi hermana y a mi padre: estaba soñando. Había conseguido dormirme, ¡¿por cuánto tiempo?!, no lo sabía.

―Por... favor... ―No aguantaba más. Mis uñas se habían tornado azules, violetas, moradas y de un tono extraño que no pude nombrar; mi piel había dejado de sangrar, pero también estaba más roja y dolía como el mismo diablo; no veía más que la luna y las estrellas.

Moriría allí, era un hecho que ocurriría pronto. ¿Estaba preparada? No lo sabía, pero sí tenía en claro que el dicho "la muerte no espera a nadie" era cierto, y fue en ese momento de despido lastimero en el que noté a mi lado una gran bestia de cuatro patas y pelo pardo, garras picudas y oscuras y hocico de fauces afiladas.

Un enorme oso caminaba cansino cerca del árbol. Estaba herido, unas cuantas flechas colgaban de su lomo y con su sangre enchastraba el pasto. No tuve miedo porque vi en él lo que necesitaba desesperadamente: un refugio.

El animal pareció reconocerme, como si entendiera que moriría también. Me miró con sus ojos negros, ojos que no logré ver, pero sabía que se habían fijado en mí. Cayó luego de un rato de agonizar por las flechas, y el desangro lo desplomó.

Me arrastré como si fuese de piedra, con las manos duras, los dedos morados, el pelo congelado y las rodillas crujientes, hacia ese cuerpo que seguía tibio y que me salvaría de morir esa noche. El vestido se enganchaba en las ramas de los alrededores.

―No... por favor... ―refunfuñé contra una rama que me había arañado el brazo, claro que no esperaba respuesta, pero estaba agonizando y me daba cuenta de que, si no me apresuraba, moriría.

Tiré con fuerza, rasgué mi piel y mi vestido, y me metí entre la pata del animal y su abdomen. Parecía que vestía un hermoso abrigo de piel. Me dolía todo, el total de mi ser pedía una pausa en el sufrimiento.

Ahora solo quedaba esperar, esperar que algo decidiera ayudarme (digo "algo" porque la única manera de sobrevivir sería por algún suceso paranormal o mágico), o que el dueño de las flechas no tuviera demasiada hambre y que su lado bondadoso se activara al verme bajo su comida.

Temblaba. Sentía agujas en mi garganta con cada inspiración y al exhalar, el vaho se extinguía en la neblina helada.

El calor de ese animal era tan reconfortante como un hogar chispeante, como el que tenía en mi cuarto, el mismo que Sybil, una de las sirvientes más confiables, encendía cada noche. Recordé la realidad: Sybil era parte del engaño. Era probable que ella haya colaborado en el ataque que llevó la ruina a mi familia y amigos.

¿Por qué? ¿Qué les habríamos hecho para que nos traicionaran de esa manera? Sentí enojo, tristeza, decepción.

Me dormí pensando en la razón que escapaba a mi comprensión.



(CONTINUARÁ)

Ataque NocturnoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora