Capítulo IX (Déborah F. Muñoz & Paty C. Marin)

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Así estuve un buen rato, hasta que me cansé de derramar lágrimas por una causa perdida. A pesar de haber tenido la mirada borrosa, logré ver cómo Roberto discutía con su amigo, sin notar mi presencia; pero no alcancé a saber qué era exactamente lo que se estaban diciendo, ni tampoco me importaba. Estaba cansada de toda esta historia y además, tenía el corazón herido. Sin pensármelo dos veces, cerré la ventana, me alejé de ella y me dejé caer en la cama.

Supuestamente era la hora de comer, pero no tenía apetito alguno, por eso no bajé cuando escuché a mi madre decir que la comida estaba ya lista. Preferí leer un rato y así despejar la mente.

El resto del día lo pasé así, encerrada en mi habitación e ignorando a Roberto que no había parado de llamar a la puerta en toda la tarde. Como no quería verlo, ni hablar con él, le había dicho a mi madre que no le dejara entrar y ella —para mi sorpresa—, no objetó nada y accedió a cumplir con mi petición.

Supuse que se había inventado alguna excusa, quizás le dijo que estaba fuera de casa o que no me encontraba bien. Fuese lo que fuese que le dijera, me pareció correcto. Quería estar tranquila y en soledad.

Al día siguiente hice cuanto estuvo en mi mano para evitar a Roberto, pero él prácticamente me emboscó al doblar una esquina y, no tuve más remedio que afrontar la realidad, y aceptar que después de clase habláramos a solas. Quedamos en mi casa, porque en la suya se iba a celebrar una nueva fiesta a la que me negué a asistir.

Por la tarde me sentía nerviosa y no paré de darle vueltas a todo lo que había pasado hasta entonces. Cuando oí los golpes en la puerta, me levanté como un resorte y la abrí. Roberto se había esmerado con su aspecto y su visión me quitó el aliento por un segundo, pero me recuperé rápidamente y le conduje a mi habitación, dejando la puerta abierta para no darle una impresión errónea. Él se apoyó en mi escritorio con esa pose suya tan característica, que le hacía parecer un tipo duro pero vulnerable.

—Te he hecho esto —me dijo con cierta timidez, entregándome un dibujo en el que aparecía yo caracterizada como una mujer guerrera que empuñaba una espada llameante.

—¿Y quién se supone que es la chica que aparece, si puede saberse? —pregunté enfadada.

—¿Y quién si no tú?

—Pues no sé. A lo mejor es Carla.

Roberto palideció visiblemente y me miró con estupefacción.

—¿Carla?, ¿qué sabes de Carla?

—¿Aparte de que somos idénticas? Pues unas cuantas cosas, como que estuvo saliendo contigo, que se lió con tu padre y que tú la dejaste de lado cuando lo supiste todo —le reproché, dolida.

—¿Y qué querías que hiciera, dime?, ¿que dijera que yo era el padre, evitara el aborto y le ahorrara el bochorno? —se enfadó él.

—¿Evitar el aborto? —pregunté incrédula.

—¡Oh!, ¿eso no lo sabías? Mi padre la dejó embarazada, si no hubiera sido por eso, yo no me habría enterado nunca de nada.

—Te equivocas, Roberto. Carla no abortó, tuvo al niño.

Roberto se tambaleó ligeramente y se sentó a mi lado.

—¿Estás segura de eso?

—He visto al niño con mis propios ojos.

Roberto, hundido, se dobló sobre sí mismo y se pasó las manos por el pelo con tal desesperación que no pude evitar abrazarle. Cuando se calmó un poco, comenzó a contarme su versión de la historia: cómo había creído que ella era el amor de su vida, cómo después de presentársela a su padre ella empezó a cambiar y él pensó que era porque no se sentía a gusto con su riqueza, cómo se había enterado de que ella estaba embarazada y que el niño no era suyo, sino de Lorenzo… Y cómo Carla le había hecho creer que había abortado, motivo por el cual dejó de hablarla completamente. También me habló de lo que sentía por mí, que no tenía que ver con Carla sino con mi forma de ser, que le había atraído desde el principio a pesar de que mi parecido con ella había sido un punto en mi contra.

Hilo Rojo Del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora