Mi estado era tal que no lograba controlar voluntariamente el pensamiento. Me inundaba la ira, y sólo el deseo de venganza me proporcionaba fuerza y comedimiento, reprimía mis sentimientos y me permitía estar sereno y calculador en momentos en que, de otro --modo, me hubiera abandonado al delirio y a la muerte. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre; mis desgracias hicieron que aborreciese la patria que tan intensamente había amado cuando era feliz y querido. Me hice con una importante cantidad de dinero, y algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.
Y aquí empezó una peregrinación que sólo con mi muerte terminará. He recorrido una inmensa parte del mundo, y he sufrido todas las penurias que suelen tener que afrontar los viajeros en los desiertos y en las tierras salvajes. Apenas sé cómo he sobrevivido; con frecuencia me he tendido desfallecido sobre la arena, rogando que me sobreviniera la muerte. Pero las ansias de venganza me mantenían vivo; no me atrevía a morir si mi enemigo continuaba con vida.
Al abandonar Ginebra, mi primer quehacer fue encontrar algún indicio que me permitiera seguir los pasos de mi infame enemigo. Pero estaba desorientado, y anduve por la ciudad durante muchas horas dudando sobre qué dirección tomar. Cuando empezaba a anochecer, me encontré en el cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré, y me acerqué a sus tumbas. Reinaba el silencio, turbado tan sólo por el murmullo de las hojas que el viento agitaba suavemente; era ya casi de noche, y la escena hubiera resultado solemne y conmovedora incluso para un observador ajeno a ella. Los espíritus de mis difuntos parecían rodearme, proyectando una sombra invisible pero palpable en torno a mi cabeza.
La honda tristeza que en un principio esta escena me había provocado pronto dio paso a la ira y a la desesperación.
Ellos estaban muertos, y sin embargo yo vivía; también vivía su asesino, y para aniquilarlo debía yo continuar mi tediosa existencia. Arrodillado en la hierba, besé la tierra y, con labios temblorosos, grité:
--Por la sagrada tierra en la que estoy postrado, por los espíritus que me rodean, por el profundo y eterno dolor que siento, por ti, oh Noche, y por los fantasmas que te pueblan, juro perseguir a ese demonio, que ocasionó estas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba en un combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para ejecutar esta cara venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de todo lo cual, de otro modo, prescindiría para siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, y a vosotros, errantes administradores de venganza, a que me ayudéis y orientéis en mi tarea. ¡Que el maldito e infernal monstruo beba de la copa de la angustia y sienta la misma desesperación que ahora me atormenta!
Había comenzado el juramento en tono solemne, y con un fervor, que me hizo pensar que los espíritus de mis familiares asesinados escuchaban y aprobaban mi devoción; pero así que concluí, las Furias se apoderaron de mí, y la ira ahogaba mis palabras.
Desde la profunda quietud de la noche, me llegó entonces una estruendosa y diabólica carcajada. Resonó en mis oídos larga y dolorosamente; los montes me devolvieron su eco, y sentí que el infierno me rodeaba burlándose y riéndose de mí. En aquel momento, de no ser porque aquello significaba que mi juramento había sido escuchado y que me aguardaba la venganza, me hubiera dejado dominar por el frenesí y hubiera acabado con mi existencia miserable. La carcajada se fue extinguiendo, y una voz, familiar y aborrecida, me susurró con claridad, cerca del oído:
--¡Estoy satisfecho, miserable criatura! Has decidido vivir, y eso me satisface.
Corrí hacia el lugar de donde procedía el sonido, pero aquel demonio me eludió. De pronto salió la luna, iluminando su horrenda y deforme silueta, que se alejaba con velocidad sobrenatural.
Lo perseguí; y desde hace varios meses ese es mi objetivo. Siguiendo una vaga pista, recorrí el curso del Ródano, pero en vano; hasta llegar a las azules aguas del Mediterráneo. Casualmente, una noche vi cómo el infame ser abordaba y se escondía en un bajel con destino al Mar Negro. Zarpé en el mismo barco; pero escapó, ignoro cómo.