Vivimos horas penosas hasta las once de la mañana, hora en la que había de comenzar el juicio. Acompañé a mi padre y restantes miembros de la familia, que estaban citados como testigos. Durante toda aquella odiosa farsa de justicia, sufrí un calvario. Debía decidirse si mi curiosidad e ilícitos experimentos desembocarían en la muerte de dos seres humanos: el uno, una encantadora criatura llena de inocencia y alegría; la otra, más terriblemente asesinada aún, puesto que tendría todos los agravantes de la infamia para hacerla inolvidable. Justine era una buena chica, y poseía cualidades que prometían una vida feliz. Ahora todo estaba a punto de acabar en una ignominiosa tumba por mi culpa. Mil veces hubiera preferido confesarme yo culpable del crimen que se le atribuía a Justine, pero me encontraba ausente cuando se cometió, y hubieran tomado semejante declaración por las alucinaciones de un demente, por lo que tampoco hubiera servido para exculpar a la que sufría por mi culpa.
El aspecto de Justine al entrar era sereno. Iba de luto; y la intensidad de sus sentimientos daban a su rostro, siempre atractivo, una exquisita belleza. Parecía confiar en su inocencia. No temblaba, a pesar de que miles de personas la miraban y vituperaban, pues toda la bondad que su belleza hubiera de otro modo despertado quedaba ahora ahogada, en el espíritu de los espectadores, por la idea del crimen que se suponía que había cometido. Estaba tranquila; sin embargo esta tranquilidad era evidentemente forzada; y puesto que su anterior aturdimiento se había esgrimido como prueba de su culpabilidad, intentaba ahora dar la impresión de valor. Al entrar recorrió con la vista la sala, y pronto descubrió el lugar donde nos encontrábamos sentados. Los ojos parecieron nublársele al vernos, pero pronto se dominó, y una mirada de pesaroso afecto pareció atestiguar su completa inocencia.
Empezó el juicio; cuando los fiscales hubieron expuesto su informe, se llamó a varios testigos. Había varios hechos aislado que se combinaban en su contra, y que hubieran desorientado cualquiera que no tuviera, como yo, la seguridad de su inocencia Había pasado fuera de casa toda la noche del crimen, y, amanecer, una mujer del mercado la había visto cerca del lugar donde más tarde se encontraría el cadáver del niño asesinado. La mujer le preguntó qué hacía allí, pero Justine, de forma muy extraña, le había contestado confusa e ininteligiblemente. Regresó a casa hacia las ocho de la mañana; y cuando alguien quiso sabe dónde había pasado la noche, respondió que había estado buscando al niño y preguntó ansiosamente si se sabía algo acerca de él. Cuando le mostraron el cuerpo, tuvo un violento ataque de nervios, que la obligó a guardar cama durante varios días. Se mostró entonces la miniatura que la criada había encontrado en el bolsillo, y un murmullo de horror e indignación recorrió la sala cuando Elizabeth, con voz temblorosa, la identificó como la misma que había colgado del cuello de William una hora antes de que se lo echara en falta.
Llamaron a Justine para que se defendiera. A medida que el juicio había ido avanzando, su aspecto había cambiado y expresaba ahora sorpresa, horror y tristeza. A veces luchaba contra el llanto que la embargaba, pero, cuando la requirieron que se declarara inocente o culpable, se sobrepuso y habló con voz audible aunque entrecortada.
--Dios sabe bien que soy inocente; pero no pretendo que mis afirmaciones me absuelvan. Baso mi inocencia en una interpretación llana y sencilla de los hechos que se me imputan. Espero que la buena reputación de que siempre he gozado incline a los jueces a interpretar a mi favor lo que puede a primera vista parecer dudoso o sospechoso.
A continuación declaró que con permiso de Elizabeth había pasado la tarde de la noche del crimen en casa de una tía en Chéne, pueblecito que dista una legua de Ginebra. A su regreso, hacia las nueve de la noche, se encontró con un hombre que le preguntó si había visto a la criatura que buscaban. Esto la alarmó, y estuvo varias horas intentando encontrarlo. Las puertas de Ginebra cerradas, se vio obligada a pasar parte de la noche en el cobertizo de una casa, no sintiéndose inclinada a despertar a los dueños, que la conocían bien. Incapaz de dormir, abandonó pronto su refugio, y reemprendió la búsqueda de mi hermano. Si se había acercado al lugar donde yacía el cuerpo, fue sin saberlo. Su aturdimiento al ser interrogada por la mujer del mercado no era de extrañar, puesto que no había dormido en toda la noche, y la suerte de William aún estaba por saber. Respecto a la miniatura, no podía aclarar nada.