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Me cogiste de la mano, soltándola cuando notaste un par de ojos sobre nosotros, acechándonos desde la oscuridad. Éramos blanco, pero nos cegábamos si nos aproximábamos demasiado. Intentar salvarte era como intentar saltar de un precipicio esperando que unos brazos abiertos me estuvieran esperando tras la caída. Me dijiste que por mis venas no corría la sangre, sino las palabras. Explícame entonces por qué me era imposible abrir la boca cuando te acercabas a mí. Quizá fuera porque tu mirada parecía la del cazador furtivo que me acechaba como si fuera la presa más valiosa del bosque. El sabor de tus besos sigue presente en mi lengua, por mucho que intente hacerlo desaparecer nunca se va. Entonces, ¿por qué no he vuelto a hacer la cama desde la última vez que estuviste aquí? Debe ser la misma razón por la que he doblado tu camiseta y la he colocado en un cajón junto a las mías.

Todo podría haber sido diferente. Yo podría haberte hecho más feliz. Tú podrías haberme dejado de comparar con poesía mala cuando yo creía que eras las obras completas de Shakespeare. Podríamos haber dejado de beber y colocarnos. Podrías haber bebido de mi piel, de mis besos y mis caricias. Yo podría haberme inyectado tu dolor, para hacerlo desaparecer; prefería sufrir antes que verte sufrir. Y quizá, ese fue nuestro primer problema: que tú nunca podrías amarme ni la mitad de lo que yo lo hacía. Todo podría haber sido diferente, pero nada lo fue.


Éramos todo, pero la nada se cernía sobre nosotros.



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