Que el tiempo pase no les importa demasiado. Siguen abrazados durante lo que parecen minutos pero podrían ser horas; pueden llevar hasta un día entero sumidos en esta escena sacada de algún castigo del infierno de Dante, entre las lágrimas saladas y la sangre reseca, que pensarán que sólo han pasado minutos escasos.
Cuando finalmente se sienten más relajados y el llanto cesa, van separándose despacio el uno del otro. Es como si se vieran por primera vez, dos desconocidos recién presentados.
Abigaíl admira la cara alargada de su hermano, sus ojos tristes y grandes parecidos a los de un animal herido, su cuerpo endeble e inseguro, los pequeños lunares que manchan su cara. Su tez es bastante más pálida que la suya, y su pelo cobrizo es lo único de él que no posee un aire fantasmal. Casi no parecen hermanos. Ella, sacada de un lugar exótico donde el sol nunca se pone; él, un ser de otro mundo gobernado por la luna.
Aun así, si cualquiera viese sus miradas reflejando una marabunta de sentimientos internos, no dudaría en ningún momento de su parentesco. Se miran como sólo dos hermanos que comparten el mismo dolor pueden mirarse.
Saben que no pueden quedarse más rato en lo que ha sido su casa durante años, pero no se atreven a romper el extraño momento que les ha unido.
– Deberíamos moverlos – la voz de su hermano suena ronca y lejana, como un murmullo de agua tenue pero claro.
Abby mira a sus padres, sentados en el sofá, sin un trozo de su alma para alimentar sus cuerpos. Cada año les recuerdan el protocolo de seguridad por si alguien fallece, pero en este instante no se siente capaz de arrastrar los cuerpos a la habitación para que alguien o algo se los lleve para siempre.
Prefiere dejarlos en el salón, tumbados el uno junto al otro como dos amantes dormidos.
– Dejémoslos aquí – ordena.
Su hermano no contesta. Una parte de él comprende los sentimientos encontrados que habitan en ella ahora mismo. En su mente intenta encontrar las palabras adecuadas.
– Ya verás cómo vuelve – murmura sin demasiada convicción –. La Red, digo.
Su hermana no se contagia del optimismo que el niño intenta mostrar.
– Podría no volver nunca...
Esta falta de seguridad sorprende a Leo, acostumbrado a una Abby enérgica y confiada.
Se le hace extraño hablar con ella de esa forma, sin el maquillaje de La Red para tapar todo lo considerado imperfecto, con el mono gris teñido de sangre y los ojos hinchados de tanto llorar. La situación es tan irreal que casi cree que es una ilusión, un nuevo tipo de juego malévolo de ConejoBlanco. Cada palabra que pronuncian lucha por salir y lo hace con voz ronca, proveniente de unas gargantas que nunca han sido usadas realmente en la vida real.
– No sé qué deberíamos hacer... se supone que soy la mayor, que debo cuidar de ti, pero nunca pensé que pudiese ocurrir algo como esto – masculla su hermana, intentando ocultar sus renovadas ganas de llorar.
Él extiende sus manos para abrazarla en un intento de consolarla, pero la vergüenza le atenaza repentinamente y se siente incapaz de mirarle a la cara. Tiene ganas de explotar y contarle toda la verdad, pero no se siente preparado para la reacción de Abigaíl. Así que simplemente dice en un susurro:
– No te preocupes. Todo saldrá bien.
Abby calla, sumida en un mutismo poco acostumbrado, dejando al pequeño solo con sus pensamientos, que bullen llenos de energía. Piensa en ConejoBlanco y cómo le atrajo a esta deliciosa trampa. Quiere encontrarlo y reprocharle la muerte de sus padres, convertirlo en el único culpable de esa situación.
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Erial. Historia de la ciudad que no soñaba
Ciencia FicciónEs el año 2404, y la humanidad vive conectada a una realidad virtual llamada La Red. Cuando Leo, un niño de poco más de doce años, desconecta a toda la población con ayuda de un misterioso personaje llamado ConejoBlanco, el caos se apodera de todos...