1. La Carta

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Aquella mañana de principios de verano, Heidi se levantó mucho antes de que los pajaritos picotearan en su ventana de la cabaña. Como cada mañana, se puso su vestido de trabajo y bajó a lavarse la cara a la fuente. Asomó la cabeza a la habitación del abuelito y suspiró. Él seguía durmiendo, pero Heidi no tenía intención de despertarle aún.

Desde que su abuelo había enfermado y dejado la carpintería, Heidi había decidido regalarle a Pedro las herramientas y transformar el taller en una habitación donde su abuelo pudiese descansar en paz, al lado de los abetos que tanto amaba. De eso hacía ya casi un año. Era prácticamente el mismo tiempo que llevaba muerta la abuelita de Pedro.

El susurro del viento en los abetos le hizo levantar la cabeza. Suspiró. Las voces le traían recuerdos de un tiempo más feliz, de su infancia, de los días en los prados corriendo tras Copo de Nieve o Bonita, de pichi, de Clara y bueno, de Pedro. Habían cambiado tantas cosas desde entonces.

Con apenas dieciséis años, Heidi era ya una mujer. Cuando el abuelito enfermó, asumió todas las responsabilidades. No sólo se encargaba de hacer el queso o de recoger el heno, también bajaba a Dörffi una vez a la semana para dar clase en la escuela. Ayudaba a los niños más pequeños a aprender a leer. Era algo que la hacía feliz y que le permitía un poco de desahogo económico. Las medicinas del abuelo y las visitas del médico a las montañas no eran gratuitos. Además tenía un trato con el nuevo cabrero, un chico joven que había cogido el rebaño de cabras de Pedro cuando este comenzó a dedicarse por entero a la carpintería. Él buscaba hierba olorosa para Bonita y sus dos cabritillos, y ella a cambio le daba queso. La leche de su cabra era la mejor del pueblo, y además de venderla, Heidi había aprendido a hacer tartas de queso con ella. Eran deliciosas y se vendían muy bien. De una forma y de otra, la pequeña había aprendido a salir adelante sola.

Al levantarse aquella mañana, ordeñó a las cabras y guardó la leche para hacer queso y tartas durante la mañana. La medicina de su abuelito se estaba acabando y ya no había más remedio que bajar al pueblo por lo que aprovecharía para sacarse algún dinero de más. Un silbido la hizo volver la cabeza. Juan, el joven cabrero ya había llegado.

-¡Hola Heidi!

-Buenos días Juan.

-Tienes una carta, es de Alemania.

Un aleteo surgió en el corazón de Heidi. Debía de ser una carta de Clara.

Clara hacía ya dos años que había dejado de venir a las montañas en verano. Fue en el mismo momento en que se había prometido con un joven señorito alemán de muy buena familia, que además, resultó estar completamente enamorado de la muchacha. Clara, por su parte, se había convertido en una mujer adulta de veinte años. Había estudiado en los mejores colegios de Frankfurt y un año en el extranjero. Se había instruido en económicas y finanzas, y ahora ayudaba a su padre con sus comercios. Ella y Heidi se veían muy poco, porque ahora Clara viajaba tanto como lo hacía su padre. Sin embargo, las cartas entre ellas nunca cesaron. La amistad que las unía era demasiado fuerte.

Heidi cogió la carta de las manos manchadas de Juan. Clara tenía la letra más hermosa de toda Suiza. Con un suspiro, se la metió en su delantal. La leería más tarde para poder disfrutarla más.

-Gracias por subirla, Juan.

-Si quieres que le baje al cartero la respuesta, dámela cuando baje a las cabras de la pradera.

-No voy a poder, bajo al pueblo. Si no estoy aquí cuando vuelvas, ¿podrías meter las cabras en el corral y echarle un vistazo a mi abuelo?

-Claro, Heidi, sin problemas.

-Gracias, ahora corre, se te hace tarde.

-¡Hasta luego!

-Adiós.

Heidi, ¿qué pasó después?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora