3.Despedidas y bienvenidas

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Tres días después, el abuelito había fallecido. Heidi había estado con él, le había abrazado en sus últimos momentos, recordándole una y otra vez cuánto le había querido, toda su vida. El abuelito simplemente había dejado de respirar. Suave y delicadamente, se había ido.

Pedro recordaba el llanto de Heidi, porque se le había quedado grabado en el corazón. Recordaba haber tenido que obligarla a soltar el cuerpo de su abuelo, que aferraba con fuerza, no queriendo despedirse de él. Después, ella se había vuelto hacia él, y Pedro pudo ver por un segundo el dolor y en cierto modo el alivio en los grandes ojos oscuros de Heidi. La abrazó, la abrazó como si no hubiese otro momento más que aquel. Ella le aferraba la camiseta con fuerza, hundiendo la cara en su pecho, mientras lloraba amargamente.

Pedro habría deseado que Clara estuviese allí. Habían recibido una carta que decía que ya estaban de camino, probablemente llegarían en unas horas, pero sería ya tarde. El abuelito no había podido aguantar más. Fueron las enfermeras y algunas mujeres del pueblo que se acercaron a comprobar cómo estaba Heidi las que la ayudaron a preparar al viejo de los Alpes para su velatorio. La madre de Pedro llegó poco después, a ofrecer sus condolencias y cuidar de aquella pequeña muchacha que le había devuelto la felicidad a su anciana madre antes de morir. Viendo a su hijo, Pedro, mirar perdido a Heidi, sin saber qué hacer, le mandó preparar todas los papeles para el funeral, así Heidi no tendría que lidiar con ello, lo que sería aún más duro.

Pedro asintió, se acercó a Heidi, le dio un beso en la frente y le comentó a dónde iba y lo que iba a hacer. Brígida los contempló, bueno, más bien contempló los ojos de Pedro al mirar a la niña. Nunca le había visto mirar a nadie como miraba a Heidi, y por dentro, se alegró. Sabía que su muchacho podía ser testarudo y a veces, brusco; pero, sus sentimientos eras fuertes, apasionados y leales. Heidi era... bueno, era la pequeña Heidi que todos conocían y amaban. Brígida no podía imaginarse a uno sin el otro, a pesar de los meses que habían pasado distanciados. Se necesitaban. Brígida lo veía en la desesperación de los ojos de Heidi al ver salir a su hijo por la puerta del velatorio. Heidi necesitaba de Pedro, del mismo modo que Pedro lo hacía de Heidi.

Pedro convenció al sepulturero, al igual que al cura del pueblo, de subir a la cabaña de las montañas a la mañana siguiente, para enterrar allí al Viejo de los Alpes. No le fue realmente difícil, todos allí sabían lo que Heidi había pasado ese último año y querían ayudarla en lo posible. Algunos hombres se ofrecieron a cargar el féretro hasta los mismos abetos si era necesario.

Tan pronto como hubo acabado, Pedro encaminó sus pasos de vuelta a la pequeña salita de casa de Heidi que hacía de velatorio. La calle estaba desierta, pues se había hecho tarde. De lejos, vislumbró una figura junto a la puerta de la casa, apoyada en la pared.

-Heidi, ¿qué haces ahí?-preguntó, al reconocer su melena negra.

-No podía permanecer más tiempo en ese cuarto, mirando su cuerpo.- susurró, cuando Pedro se acercó. Tenía la espalda apoyada contra el muro, las manos en las rodillas, y se miraba los pies.- Ése no es él. Ya no está ahí. Miro ese rostro pálido y frío y no siento nada.

Pedro la atrapó entonces entre sus brazos, abrazándola suavemente, mientras la mecía y le dijo:

-Claro que no. Ya no está ahí, Heidi. Tu abuelo era el vigilante de los Alpes, él conocía el misterio de las montañas. Las amaba, de una forma especial. Su espíritu está ya ahí arriba, volando con el gavilán. Contemplando el valle como el Señor de las Cumbres.

Heidi levantó la cabeza y contempló los ojos marrones de Pedro. Él lo dijo tan convencido, que a Heidi no le quedó mas remedio que creerle. Asintió levemente y volvió a buscar el abrazo de su amigo. Heidi se sentía cómoda así, con los fuertes brazos de Pedro a su al rededor.

Heidi, ¿qué pasó después?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora