Parte 2: Acechando en sueños

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La casa compartida era grande y vieja, de estilo queenslander, se hallaba en lo alto de una colina y se negaba obstinadamente a venirse abajo a pesar de la negligencia de sus inquilinos. La pintura estaba descascarillada, la escalera de atrás se balanceaba peligrosamente, el espacio que mediaba entre el techo de abajo y el suelo de arriba estaba habitado por ratas del tamaño de zarigüeyas y era posible que


el casero hubiese olvidado la existencia de aquel lugar, pues un inspector de la propiedad los habría condenado a todos a la horca. La habitación de Jamie, el único dormitorio de la planta baja, era la avanzadilla más limpia de aquella jungla de solteros, y cuando entraba exhalaba un suspiro como si regresase a la seguridad de un refugio antiaéreo privado.

Contrariamente al espíritu de solteros de sus compañeros de piso, a quienes no parecían importarles esas cosas, el dormitorio de Jamie estaba decorado con un objetivo en mente: lo que pensaría Svetlana, la chica rusa que


servía copas en el Wentworth, si entrase una noche imaginaria, después de que Jamie hubiera hecho acopio del coraje suficiente para pedirle una cita. El plan consistía en lo siguiente: el ordenador le daba un aire moderno; los pósteres de David Bowie y Trent Reznor, vestido con mallas, indicaban que tenía la mente abierta; el estante de cedés, en el que se amontonaban cientos de discos, y la caja de cartón, llena hasta el borde de antiguos vinilos, manifestaban sus gustos variados y su extensa cultura; las plantas de marihuana, que se identificaba con la naturaleza; la bicicleta de montaña que había en el rincón, sus habilidades


atléticas; la alfombra persa de imitación, que era un hombre de mundo; la pecera, que podía reflexionar tranquilamente y era bueno con los animales; el atrapasueños que colgaba del techo, su lado espiritual; el pequeño teclado sugería que era una persona creativa. Cada uno de aquellos objetos era como una pluma de la cola de un pavo real, su función era la de cortejar y deslumbrar.

Cuando regresó aquella noche, como todas las noches, examinó con preocupación los diversos elementos de la exposición para asegurarse de que todo estuviera en su sitio, de que sus compañeros de piso o los yonquis que


merodeaban por allí no le hubieran robado artículos esenciales. Miró intranquilo el teclado, se preguntó si debía ponerlo en un lugar más visible y decidió por centésima vez dejarlo donde estaba. Ajustó la alfombra de modo que discurriera paralelamente a las tablas del suelo, describió lentamente un círculo para examinar su nido y suspiró, satisfecho de que todo estuviera en orden.

Se quitó los pantalones sin sacar la bolsa de terciopelo del bolsillo y se preguntó por cuánto podía venderla si en efecto se trataba de cocaína; no escasearían los compradores en la casa.


Por el momento dejó la bolsa donde estaba y subió para darse una ducha. La casa era una ruina: parecía que habían arrojado una granada por el retrete y habían tirado de la cadena. Alguien había devorado veinte dólares en provisiones de Jamie desde que este se había marchado al trabajo y no había tenido la delicadeza de tirar los envoltorios vacíos. Había un yonqui lívido y comatoso en el sofá del salón; presumiblemente era amigo de uno de los compañeros de piso de Jamie, probablemente de Marshall. Jamie bajó la escalera de atrás, sintiéndose repentinamente deprimido. Aquella no

EL CIRCO DE LA FAMILIA PILO [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora