A Rush of Blood to the Head

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Al escribirlo estoy admitiendo que es real.

Empecemos por donde la mayoría de las personas es feliz: ella. Ella es mi mundo.

Era mi mundo, lo siento.

El clima solía ser hermoso en Northamptonshire, y qué más razón para mi felicidad que estar a punto de contraer matrimonio con la protagonista de este escrito. Nuestras vidas eran perfectas, a pesar de que su padre había muerto hacía dos meses y ella había estado un poco deprimida últimamente. Sí, no era la misma, pero aún sentía su calidez.

Al fallecer, el señor Henley heredó todo a su hija, Isabelle. ¿Ya he mencionado la empresa que manejaba? Era genial. Al finalizar el día siempre tenía una sonrisa para mí a pesar de haber lidiado con el conjunto de cuervos que eran los socios minoritarios de los negocios. Uno hace lo que puede.

Vale, una gran empresa y depresión mediana no hacen un buen juego. Ella quería dejar las pastillas para dormir, ¡me lo juró y lo hizo! Visitamos mil y un doctores, Isabelle cada día mejorando más. Se volvió algo descuidada, pero yo siempre estaba ahí para ayudarle.

Hasta que un día no estuve y todo se fue a la mierda.

Tuve que cerrar un trato en Rutland, a unas cuantas horas en coche. Los cuervos no dejaron de batir las alas desde que me fui, y todo termina con ella tendida sobre el suelo del recibidor, la alfombra manchada con su líquido vital y conmigo destrozado por dentro. Tuve que regresar a ver todo lo que ella había construido junto con su padre desmoronarse por las malas inversiones y los arrebatos de ira que reinaban en la sala de juntas. Aunque nadie sabía que yo era el dueño ahora, estábamos en quiebra, nada importó. Como ex-trabajador, dueño y viudo se imaginarán que mandé todo al infierno. Literalmente.

Qué arrebato de locura, ¿no?

Cuando sentí que no podía más, compré las acciones de los demás socios. No era nada, un mínimo de dinero. Desalojé el edificio y me vi en la necesidad de destruir todo. Lo quemé. Nada se había sentido tan jodidamente bien... Excepto ella. La extraño.

Estoy en camino a no sé qué lugar, no sé de dónde vengo ni cuántas noches han pasado. Ya no quiero visitar el cementerio. Sea donde sea, un puente, un claro, la carretera... necesito verla. Sólo siento la soga en mi cuello, tan tradicional e indispensable en estos casos. No sé a dónde me dirijo, ni me interesa, con toda sinceridad. Escucho las sirenas ancladas a las ambulancias por la fuerza, llorándome, oficiales tratando de impedir mi felicidad. Lo único que me puede curar es que ella viene hacia mí.

Ha venido a recibirme.




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