Turbios y falsos son nuestros días, donde el ser ya no es ni será por si solo. Siempre tuvimos la potestad de exhibir su belleza y plenitud frente a los demas. Pero nuestra voluntad, estrangulada por las angustiosas garras del tener que elegir, jamás conoció la victoria y continuamente fue obligada a cubrir los auténticos rostros mediante horrendas máscaras.
Es que, el mismísimo regalo de la simple existencia nos pareció vacío y aburrido. Ya no nos alcanzaba con solo ser; era un concepto mezquino, que poco sobresalia en el mundo materialista que nos asfixiaba. Entonces, para que nuestra existencia no fuese vacua, alguien comenzó por darnos un nombre. Y así, un ente, que ya era completo y perfecto, fue llamado Alejandro.
Naturalmente, Alejandro no se contentó con solo tener un nombre. Sentía, que era un vasija pero sin contenido alguno. Necesitaba hacer y ser algo más; fue así como acabó enamorándose del filo de su espada y del galope de las bestias. Semejante vacío existencial significó el sometimiento y destruccion de centenares de culturas y pueblos. El protagonista, adivinen: Alejandro; que ahora se hacía llamar "El Magno".
Por supuesto que el hambre por ser algo más de lo que ya éramos no sólo carcomió el espíritu de personajes como Alejandro. Por el contrario, fue un látigo que azotó a todos por igual. Nadie logró escapar de la ficticia necesidad de continuar y superar la obra que nos era heredada. El hijo de agricultor, forzadamente aprendió a cooperar con la tierra del mismo modo que el herrero lo hizo con los metales. Este sistema de castas subyugó nuestra libertad por miles de años; sin embargo, su sucesor tampoco triunfará en esta guerra ontológica.
Con el acaecimiento de la revolución jacobina y sus pilares fundamentales, caímos en el engaño de una nefasta y engañosa libertad. El sistema cerrado de castas pasaba a ser subrogado por el de una sociedad en la que el individuo podía elegir quién quería ser. No obstante, cuando creímos que por fin éramos amos y señores de nuestra existencia, el mecanismo de la trampa accionó y quedamos atrapados. En efecto, las antiguas castas ahora se habían transformado en grandes masas de hormigas, cuyas conciencias eran fatalmente amputadas por las leyes del proceso industrial y el mercantilismo.
A pesar de que los años han pasados y la máscara del capitalismo fue quitada, aun no logramos solventar el trascendental problema del ser. Por el contrario, fieles a nuestro pasado, hemos reinventado el modo de reflejarnos como entes socavados. No sólo persistimos creyendo en la vitalidad de nuestros nombres sino que además necesitamos adherirle algún título más. Pues, mientras el proletario vendía ayer su fuerza de trabajo y Alejandro afilaba su espada, hoy nosotros ofertamos nuestra profesión ¿Cuantas veces nos han enseñado que "no somos nadie" sin un oficio o título de estudio? ¿Quién no fue testigo de la represión sufrida por los que se contentan con solo ser? Sin descanso nos bombardean con la idea de que el mérito lo es todo; siempre, el hombre de traje y corbata merece más que aquel que camina descalzo, sin títulos, sin nombres, sin rostro...
Triste e irónica fue y será la vida del hombre; el hombre que persigue sin éxito algo que jamás extravíó: su ser.