Capítulo IV

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Hacía frío, pero no el frío de la nieve, del bosque. No era el frío de las tierras alrededor de Blackwater. Éste era un frío más pesado que golpeaba la espalda y se esparcía a través de los huesos. Se colaba por la ventana del cuarto de Wolf y entraba por los agujeros de su vieja cobija.

Al inicio no supo donde se hallaba ni que sucedía. Apretó los puños para aferrarse a algo. Apretujó la sábana y el golpe de la realidad le dolió tanto que trató de volver a cerrar los ojos, pero el sueño lo repelía como un imán.

-Se acerca una tormenta -había dicho el cocinero. Pero cualquier tormenta en Blackwater hubiera sido mejor que la realidad de Wolf. Ansiaba que cayeran los truenos, que la nieve golpeara su rostro, que el viento lo levantara y lo estrellara contra una roca. Lo que fuera, menos esto.

Pero no había escapatoria. Si alguna vez había existido una, Wolf se había despertado de ella.

Se sentó en el borde de su cama y puso sus manos sobre su cara. La pequeña habitación olía a plástico quemado y a humo. Wolf poco a poco comenzaba a recordar la noche anterior. Él mismo había echado periódico y revistas viejas a la estufa de hierro que calentaba la habitación para no morir congelado en la noche. El olor era tan entrante que sentía que se le clavaba en la parte frontal del cerebro. No era el olor de la cocina del palacio, mucho distaba de serlo.

Sus pies descalzos tocaron el concreto del suelo y el frío se extendió hasta sus rodillas. Wolf caminó alrededor de la habitación, tocó la mesa, la estufa de hierro, la puerta de madera con el pesado candado colgando. Todo era real... pero no se sentía real. Esto era el sueño y quería despertar para estar de nuevo a las afueras de Blackwater con Isaac.

Pero no tenía tiempo de volver pues, si lo hacía, no llegaría pronto al Universal y no vendería los periódicos que debía para que él y su madre pudieran comer.

Bloqueó sus pensamientos y se puso su vieja chamarra de mezclilla, su boina y abrió la puerta de madera que lo protegía del mundo exterior.

El aire de Blackwater tenía toda clase de tintes, olía a leña, a pan recién horneado, a tierra mojada, a paja. Afuera, Wolf no pudo identificar ninguno de esos matices, ni uno sólo. Podía percibir el humo de los coches que pasaban, el del carbón de un anafre cercano, el del cigarrillo del policía que dirigía el tránsito.

Metió las manos en las bolsas y echó andar hacia adelante. A cada paso que daba el frío amainaba, no así el recuerdo de su sueño.

Dio vuelta en República de Brasil y chocó con un hombre trajeado. Éste lo maldijo y Wolf le levantó el codo. Tenía que llegar al Universal que estaba varias cuadras más adelante, de ahí regresar a La Alameda y, si no lograba vender los periódicos suficientes -unos treinta o cuarenta-, tendría que trabajar en la tarde el doble pues el precio vespertino era a la mitad. Además era muy difícil que alguien comprara periódicos en la tarde. Era engorroso y difícil, pero peor era no comer. Además... tenía que pensar en su madre.

Las cortinas de los negocios comenzaron a levantarse. El reflejo de los faros de los coches deslumbrara las fotografías diarias de la ciudad: una mujer mayor vendiendo tamales en una esquina tapada con un rebozo, un hombre recargado contra un edificio con los ojos cerrados y un Sauza blanco a sus pies, gárgolas y ángeles tallados en la piedra de los edificios de hace quinientos años por gente cuyos nombres se borran a los pies de sus obras, hombres de traje y sombrero que se dirigen a sus trabajos, un perro que camina con alegría sobre la banqueta y un niño andrajoso que lo hace por el arroyo vehicular. Es mil novecientos cuarenta y el Milagro Mexicano durará lo que dure la necedad de los nazis por joder a los judíos.

Wolf llegó a la calle Matamoros. Esquivó un Ford descomunal que pasó zumbando a su lado. Un hombre parecido a Mauricio Garcés le tocó las cinco notas que todo mexicano conoce en el claxon antes de desaparecer en el Paseo de la Reforma.

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