Capítulo XX

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Se sumieron en el sueño lentamente, escuchando la respiración del otro y sintiendo el taco de sus dedos en sus manos. Era un sentimiento completamente diferente al que hubieran sentido en toda su vida: seguridad, amor, paz, plenitud, felicidad... todo en una misma ecuación.

Afuera pasó un coche en medio de la noche. Sus faros alumbraron la calle y la luz se coló en la ventana de Wolf, mostrando, por un segundo, a dos muchachos durmiendo tomados de la mano. Dos muchachos muy jóvenes, y esa juventud era lo que los hacia feliz. Para ellos no había nada más que sus sueños, que sus manos entrelazadas. Y quizás por eso dormían con sonrisas en sus rostros. Si era correcto o no, no lo sabían. Pero se sentían bien así. El mundo y la gente en él salían sobrando.

Después de lo que se sintieron unos minutos, Kidd abrió los ojos. El cielo sobre él era de un azul oscuro con nubes que parecían islas sobre un mar negro. El viento allá arriba era fuerte, las nubes se movían rápido y llegaban otras a ocupar su lugar. La forma de la ciudad, oculta y protegida por los riscos hacía que el aire frío no los golpeara directamente, sino que llegara a ellos como una suave brisa que traía consigo un leve olor a sal.

Había pocas estrellas que brillaban desperdigadas. Su luz era tenue, pero los ojos de Kidd se acoplaron rápidamente a la oscuridad y entre las sombras encontró las siluetas de las pirámides y de los árboles que lo rodeaban, de las plantas y de sus marineros.

Giró su cabeza a la derecha y encontró entre sus dedos la mano de Wolf. Eso lo hizo sonreír y se preguntó por qué seguía dormido, por qué se encontraban en ambos mundos, por qué había un mundo completamente distinto dónde ellos eran algo más que simples niños.

Y, nublando todas las dudas anteriores, se preguntó cuanto más duraría ese mundo.

Es decir, él ya había estado yendo por algunos años. De hecho, sus sueños cambiaron después de que Bill muriera. Haciendo memoria, Kidd casi podía asegurar que fue la misma noche en que lo mató. Aunque eso no le decía mucho. ¿Qué era ese lugar y por qué los unía? Seguramente ni Ojel supiera la respuesta a aquello. Y quizás era mejor así. Las respuestas no siempre están a la altura de la pregunta, y cuando nuestra curiosidad se apaga con una triste y seca respuesta, algo de nuestra capacidad de asombro muere con ella. Nos damos cuenta de que el mundo no es mágico, que los conejos mueren aplastados en los sombreros y que la fantasía se reduce a humo y espejos.

Quizás por eso se reunían en ese sueño. Tal vez ese puñado de muchachos eran privilegiados y podían vivir algo más que una simple fantasía, vivir una aventura de verdad y no una burda imitación que era lo único que el mundo real les ofrecía.

Wolf comenzó abrir los ojos después de revolverse en su hamaca. Miró a la izquierda y entornó sus ojos en Kidd.

-Buenos días -sonrió-, o noches.

-Buenos días -respondió Kidd con voz rasposa.

-¿Llevas mucho despierto?

-No, sólo un rato. Te estaba viendo dormir.

-¿Por qué te gusta verme? No tengo nada de especial.

-No seas modesto. Sabes que lo eres -dijo Kidd.

-No, no tengo nada que resaltar. No soy valiente como tú, ni tengo las mejores habilidades, tampoco soy tan listo como Ojel -volvió a acostarse en la hamaca y cerró los ojos-. Soy un simple ayudante de cocinero. Nada más.

-Y quizás por eso me gustas. Porque no necesitas resaltar en nada para llamar mi atención- Wolf miró de nuevo a Kidd y sus dientes se asomaron en una sonrisa.

-¿Te gusto? -preguntó.

Kidd abrió la boca para contestar, pero la cerró casi de inmediato. Su mente buscó una respuesta que dar, pero no la hay y los segundo pasaron demasiado rápido como para que pudiera responder de manera convincente.

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