Capítulo XXXIX

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A diferencia de las nubes negras y el ventarrón que soplaba a través de los edificios de la Ciudad de México el clima en el sueño la tibieza que acompañaba la brisa y el cielo azul resultaban casi exóticos. Las nubes parecían montañas en el cielo, montañas blancas colosales que invitaban a ser escaladas, quizás, por los ángeles.

El Countach se desplazaba suavemente por las olas del mar rumbo a Sangre de Toro. Era una ruta muy transitada por los comerciantes del sur, de las islas aledañas a Sangre de Toro, los cabos y los extraños países que se extendían debajo del mundo. Pero durante su viaje el Countach se encontró con muy pocos navíos, la mayoría de ellos le advertían que las tropas de Isaac habían zarpado ya, pintando el cielo de negro con sus colosales velas, otros sin embargo decían lo opuesto, que eran velas blancas de la armada de Cole quienes avanzaban rumbo al Oeste con las troneras abiertas y los sables desenvainados. De cualquier forma lo que importaba era que la guerra había comenzado.

Uno de los marineros entró al camarote del capitán. Sintió un escalofrío, era un marinero nuevo, de los contratados en Sirenas y jamás había entrado a un camarote de capitán. Le parecía casi sacrílego hacer aquello.

Caminó hasta el fondo de la habitación. El ventanal mostraba el camino que habían recorrido. Algunas islas sin nombre se extendían grises por el horizonte.

Miró al chico que dormía en la cama. Respiró profundamente y, con la mano temblorosa, lo movió.

-Eh, oficial, despierte -dijo el marinero y después tragó saliva.

El muchacho se sacudió en protesta pero siguió dormido. Volvió a moverlo, pero el muchacho le soltó un manotazo para que lo dejara en paz.

El marinero salió del camarote, feliz de estar de nuevo bajo el sol y en cubierta que era el lugar que le correspondía. Subió al timón y dijo:

-Sigue dormido. Parece que no se va a despertar en un buen rato, está cuajado -y luego ofreció sin mucho entusiasmo-. ¿Quiere que lo intente de nuevo?

-No -respondió Kidd-. Está bien que duerma. Quédate en cubierta y si ves que la puerta se abre, suena el silbato. ¿Entendido?

-Claro, capitán -el marinero se mordió el labio para que la pregunta no saliera de su boca, pero fue inútil-. ¿Deberíamos preocuparnos capitán, de un motín o un traidor?

-No, no es nada de eso. Pero quiero tratar temas importantes a solas con mi... consejero -Ojel le sonrió al marinero y este, un poco suspicaz por el misterio del asunto, se fue a cubierta.

Kidd, a falta de su primer oficial, dejó el timón en manos de un marinero que llevaba a su lado desde que zarparan de Blackwater. Le dio el rumbo y se fue con Ojel a la popa. Se sentaron en el borde con una rodilla colgando a doce metros sobre el mar abierto.

-¿Cómo están Ich y Mo'ol? ¿Ellos se... enteraron? -preguntó Kidd mirando al suelo.

-Mal. Aun no se despiertan, pero ellos saben lo que pasó. Recuerdo haberlos visto antes de.... de morir. Gritaban mi nombre una y otra vez, me sacudían, pero yo los oía cada vez menos hasta que el dolor desapareció. Entonces me dormí, o eso creí. Deben estar devastados y por eso no despiertan aun.

-Que pena, lo siento mucho. Las cosas no han salido para nada bien.

-Fueron días muy difíciles. Ahora no sé que es lo que vaya a suceder. No tengo idea de a donde nos lleven estas aguas.

-A Sangre de Toro. Ahí nos quedaremos hasta que las cosas se calmen, por lo menos hasta que la guerra no esté tan presente -dijo Kidd.

-Sé que vamos hacia allá. Me refiero a otra cosa.

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