En la tarde siguiente me recosté sobre mi espalda en la hierba,
disfrutando la calidez de los rayos del sol que se filtraban por la cubierta de hojas, analizando cómo podría incorporarlo en mi próxima pintura. Lucien, afirmando que tenía actividades miserables que atender como emisario, nos había abandonado a Tamlin y a mí a nuestra propia suerte, y el Gran Señor me había llevado a otro hermoso lugar en su bosque encantado.
Pero no había ningún encantamiento aquí, no había piscinas de luz de estrella, ni cascadas de arco iris. Solo era un lago cubierto de hierba velada por un sauce llorón, con un arroyo claro corriendo a través de él. Nos recostamos en un silencio cómodo y miré hacia Tamlin, que dormitaba a mi lado. Su cabello dorado y máscara, brillaba mucho contra la alfombra esmeralda. El delicado arco de sus orejas puntiagudas me hizo hacer una pausa.
Abrió un ojo y me sonrió perezosamente.
—El canto del sauce siempre me pone a dormir.
—¿El qué del qué? —dije, sosteniéndome sobre mis codos para ver el
árbol sobre nosotros.
Tamlin apuntó hacia el sauce. Las ramas crujieron al moverse por la brisa.
—Canta.
—Supongo que también canta epigramas de campamentos de guerra,
¿no?
Sonrió y medio se sentó, girándose para verme.
—Eres humana —dijo, y rodé los ojos—. Tus sentidos aún están
cerrados a todo.
Puse una cara.
—Solo otro de mis muchos defectos.