10 de Septiembre

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«¡Qué noche, Guillermo, qué noche tan horrible he pasado! Ahora tengo valor para todo. No volveré a verla. ¡Oh!, que no pueda ir volando a arrojarme en tus brazos; que no pueda, amigo mío, expresarte con el mayor transporte y derramando un raudal de llanto los sentimientos que oprimen mi corazón! Heme aquí, delante de mi pupitre, casi sin aliento, procurando sosegarme y aguardando a que amanezca, porque los caballos estarán


ensillados al despuntar el sol.


«¡Ah! Carlota duerme descuidada sin sospechar que no


volverá a verme. He tenido bastante valor para separarme


de ella sin descubrir mi secreto durante una conversación


de dos horas. ¡Y qué conversación, Dios mío!


«Alberto me había ofrecido que iría al jardín con Carlota


después de cenar. Yo estaba en la explanada, bajo los


corpulentos castaños, viendo por última vez el sol que se


oculta más allá del risueño valle, y el río que se desliza


mansamente. ¡Había estado tantas veces con ella en aquel


paraje! ¡Había contemplado tantas veces el mismo


magnífico espectáculo! Y ahora . . . Empecé a ir y venir


por aquella alameda, para mí tan querida, donde un


atractivo secreto y simpático me había retenido


frecuentemente antes de conocer a Carlota. ¡Con qué


placer, al alborear nuestra amistad, nos dimos mutuamente


cuenta de la preferencia que nos inspiraba este sitio, que


es, sin duda, uno de los más seductores que conozco


entre las creaciones del arte!


«A través de los castaños se descubre una vasta


perspectiva. . . ¡Ah! Recuerdo que te he hablado bastante
en mis cartas de estos altos muros de haya y de esta


alameda en que insensiblemente va desapareciendo la luz


cuanto más próximo está un bosquecillo donde termina y


donde todo se confunde en una plazoleta que parece


impregnada de todas las melancolías de la soledad. Aún


me dura la indefinible sensación que experimenté cuando


entré en ella por primera vez. En el instante en que el sol


se hallaba en lo más alto de su carrera; ya entonces tuve


un vago presentimiento de que aquel alto paraje sería para


mí teatro de infinito dolor y grandes alegrías.


«Hacía media hora que estaba entregado a los dulces y


crueles pensamientos de la despedida y de volvernos a


ver, cuando los vi subir por la explanada. Corrí hacia


ellos, cogí con el mayor entusiasmo la mano de Carlota y


se la besé. Llegábamos a lo más alto cuando apareció la


luna por detrás de los zarzales que cubrían la colina.

Werther - GoetheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora