«Alberto es indudablemente, el mejor de los hombres que
cobija el cielo. Ayer me pasó con él un lance peregrino.
Había ido a su casa a despedirme, porque se me antojó
dar un paseo a caballo por las montañas, desde donde te
escribo ahora. Yendo y viniendo por su cuarto, vi sus
pistolas. «Préstamelas para el viaje», le dije. «Con mucho
gusto-respondió-, si quieres tomarte el trabajo de
cargarlas, aquí sólo están como un mueble de adorno.»
Tomé una; él continuó: «Desde el chasco que me ha
ocurrido por mi exceso de precaución, no quiero cuentas
con esas armas». Tuve curiosidad de saber esta historia,
y él dijo: «Habiendo ido a pasar tres meses en el campo
con un amigo, llevé un par de pistolas; estaban
descargadas, yo dormía tranquilo. Una tarde lluviosa, en
que no tenía nada que hacer, se me ocurrió la idea, no sé
por qué, de que podían sorprendernos, hacer falta las
pistolas, y... tú sabes lo que son apreciaciones. Di mis
armas al criado para que las limpiase y las cargara. Jugando
éste con las criadas, quiso asustarlas, y al tirar del gatillo,
la chimenea, Dios sabe cómo, dio fuego, y despidiendo
la baqueta que estaba en el cañón, hirió en un dedo a una
pobre muchacha. Sobre consolarla tuve que pagar la cura,
y desde entonces dejo siempre las pistolas vacías. ¿De
qué sirve la previsión, querido amigo? El peligro no se
deja ver por completo. Sin embargo...» Ya sabes cuánto
quiero a este hombre; me encocoran sus sin embargo.
¿Qué regla general no tiene excepciones? Este Alberto es
tan meticuloso, que, cuando cree haber dicho una cosa
atrevida absoluta, casi un axioma no cesa de limitar,
modificar, quitar y poner hasta que desaparece cuanto ha
dicho. No fue en esta ocasión infiel a su sistema; yo acabé
por no escucharle, meciéndome en un mar de sueños,
con súbito movimiento, apoyé el cañón de una pistola
sobre mi frente, más arriba del ojo derecho. «Aparta eso-
dijo Alberto, echando mano a la pistola-. ¿Qué quieres
hacer?» «No está cargada», contesté. «¿Y qué importa?¿Qué quieres hacer? -repitió con impaciencia-. No
comprendo que haya quien pueda levantarse la tapa de
los sesos. Sólo pensarlo me horroriza.» «¡Oh hombres!-
exclamé- no sabréis hablar de nada sin decir: esto es
una locura, eso es razonable, tal cosa es buena, tal otra es