Capítulo Tres

296 15 0
                                    

La primera señal de que algo andaba mal con el celular tuvo lugar aquella misma noche, cuando caminaba desde la estación Ballester hasta mi casa. En el auto, el padre de Cecilia nos había llevado a Ximena y a mí hasta la estación San Andrés. Ella se subió al otro andén; su tren, que la dejaría en Belgrano R., llegó a los cinco minutos.

En mi tren vi un grupo de chicas vestidas para ir a bailar. Polleritas, medias largas, blusas escotadas. A mí me encantaba bailar. En aquel entonces, recuerdo que hacía más de un año que no pisaba un boliche. No tenía con quién ir porque ya no veía a mis compañeros del secundario. El viaje en tren fue muy corto, porque apenas era de dos estaciones (toda San Andrés, toda Malaver) y en seguida me encontré otra vez bajo la noche tibia y algo húmeda de Ballester. Me puse los auriculares del celular en las orejas y emprendí el camino a casa.

En las tres primeras cuadras se veía gente. Algunos bares permanecían abiertos, pero la mayoría de los negocios ya había cerrado. Esas calles estaban levemente iluminadas, pero las que seguían más adelante siempre se ven más oscuras. Más adelante, dejando atrás el centro del barrio, ya no hay negocios. Está la plaza Roca, donde todos los fines de semana se juntan chicos a hacer piruetas en patineta y donde todos los días se ven parejas de todas las edades besuqueándose entre los árboles. Frente a la plaza está la biblioteca y el campo de deportes de un colegio. Cruzando la plaza, Ballester se vuelve aún más oscura y silenciosa. Podés encontrar un almacén o un quiosco, pero nada más. Caminando por ahí durante la noche sólo oís el ruido de los autos, las motos y los colectivos. Pero yo no oía esos ruidos, porque tenía los auriculares puestos. Escuchaba reggaeton, deseando no estar solo en las calles de la Provincia..., deseando estar tres años antes, en un boliche de la Costanera, bailando con mis compañeras de clase, con Juan Pablo muy cerca de mí.

De repente, entre los compases del reggaeton, escuché gritos. Asustado, me arranqué los auriculares de las orejas y miré la pantalla. Eran las 21:36, tempranísimo. En la calle no se oía nada. Miré a mi alrededor. No había nada, nada de nada. Había luces prendidas en algunas casas, pero de ninguna de ellas salían gritos. Todavía con miedo, volví a ponerme los auriculares. Solo sonaba Daddy Yankee. Los gritos, si es que habían sido reales, habían desaparecido. Recordé que por la zona solía pasearse una jauría de perros callejeros. Sí, eso tenía que ser. Perros callejeros. Emprendí la marcha y llegué a casa. Cuando me acosté, esa madrugada, ya me había olvidado de los gritos.


A la mañana siguiente me despertó mi viejo a eso de las diez de la mañana. Me dijo que mi vieja estaba enojada porque yo no le contestaba el teléfono. El motivo: mi celular estaba apagado. No teníamos teléfono de línea en casa, no porque fuera caro o no tuviéramos plata para pagarlo, sino porque la casa no tenía conexión telefónica y mis padres nunca se tomaron la molestia de solicitar que la instalaran. Cuando llegamos, mi viejo estaba tan deprimido por todo lo que había pasado, que ni ganas de hacer trámites tenía. Y yo menos.

—Dice que vayas a verla hoy.

Sí, solía ir a visitar a mi mamá a su trabajo, a comer con ella. Cuidaba de una anciana que estaba postrada en una cama. La viejita me quería porque yo siempre le llevaba chocolates. Ahora ya había dejado de comer cosas sólidas, los médicos dijeron que podía tragarse los dientes postizos.

Yo puteé por lo bajo. Odiaba tener que ir a Villa Urquiza a ver a mi mamá. Cuando la encontraba bien, le pedía que dejara ese trabajo de mierda. Que volviera a casa, que no era necesario que trabajara porque la jubilación de mi papá alcanzaba para todo o que se consiguiera un trabajo de unas pocas horas... Y ella, si estaba bien, me comprendía y me decía que lo pensaría. Pero yo sabía lo que pasaba; en el fondo, ella no podía ver a mi papá así. La lastimaba a morir, porque en el fondo, lo seguía queriendo. Y, al igual que yo, tampoco podía hacer nada por él.

Noches de luna rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora