Capítulo Cuatro

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¿Creés en fantasmas? ¿Creés en el diablo? ¿Creés en que cada uno de nosotros posee un alma inmortal? Yo no creía, siempre fui muy escéptico. O mejor dicho, me daba igual que esas cosas existieran o no. Estamos entrando en cuestiones metafísicas, la oveja negra de las ciencias. Pero no voy a dar discursitos filosóficos. Cada uno es libre de creer lo que quiera. Vos sos libre de creer lo que quieras. Sos libre de creerme o no. ¿Me creerías si te digo que ese hombre que me vendió el celular es un ser sobrenatural? Se llama Seth.

El tren tomó mayor velocidad y la silueta del hombre se fue haciendo cada vez más chica hasta desaparecer. Permanecí mirando el mismo punto por lo que me pareció una eternidad, hasta que me di cuenta de que ya estábamos en la estación San Martín. Faltaban tres estaciones para llegar a Urquiza. En San Martín subió bastante gente a pesar de que era domingo. Una señora gorda se me sentó al lado. Cuando la miré, me sonrió. Me puse los auriculares para evitar que intentara sacarme conversación. Fingí estar escuchando música, aunque la verdad era que no estaba escuchando nada.

Miré mi reflejo en la ventanilla. Yo no me consideraba un chico feo. En la escuela primaria sí que lo era; demasiado flaco, bajito y con los pies enormes. La adolescencia tiene eso, te deja hecho un príncipe o te hace mierda. No creía en los términos medios. A mí, por suerte, me afectó de forma favorable. Crecí bastante, mi espalda se ensanchó y también sucedieron esas cosas que afectan a todos los varones. Las explicaciones, me parece, sobran. Casi no tuve acné y no padecí los tormentos del cambio de voz. Mis rasgos se volvieron más masculinos, aunque todos decían que seguía teniendo cara de nene.

Me acomodé en el asiento, apoyando la espalda y estirando las piernas como si estuviera muy cansado. En realidad no lo estaba, pero no tenía ganas de estar en ese tren. Quería estar en casa, en mi computadora o mirando la tele. O leyendo un libro.

Llegué a Urquiza a las tres en punto. Como los domingos no subía ni bajaba tanta gente de los trenes, este no se detenía mucho tiempo en las estaciones. Pero los días de semana, uy, esos sí que eran un caos. Y más a la mañana temprano.

Como ya dije, el edificio donde trabajaba mi mamá se encontraba a una cuadra de la estación. Caminé sin muchas ganas por mi antiguo barrio, quizás añorándolo un poco. Solo un poco.

Como era domingo, los negocios estaban cerrados. Solo estaba abierto un restorán barato donde una vez pedí trabajo y a cuya entrevista jamás fui.

Lo que me gustaba de Ballester era que, como había vivido toda la vida en Urquiza, jamás me encontraba con personas conocidas. Es decir, con mis compañeros de secundaria o sus madres. Me gustaba sentirme anónimo por las calles de Ballester. Mi deseo era algún día tener un departamento en el centro de Buenos Aires, cerquita del Obelisco. Me fascinaba el centro; me gustaba toda la gente yendo y viniendo, me gustaba el ruido de los autos, los vendedores ambulantes, me gustaba levantar la cabeza y ver los carteles luminosos y todas esas cúpulas que no hay en ningún otro sitio de la ciudad. Es un poco raro, pero todo eso me gustaba. Quería vivir en un edificio altísimo y poder ver desde mi balcón los cientos de puntos luminosos en los que queda transformada la ciudad por las noches.

¿Cómo me imaginaba dentro de unos... quince años?

Dando clases, tal vez. Con un par de novelas épicas publicadas. Escribiendo en medio de la noche, con un chico durmiendo en mi cama. Quería una pareja estable. No necesitaba ser un Brad Pitt, un Einstein o un Onassis, solo deseaba que fuera bueno, que me quisiera, que me entendiera, que supiese apreciarme y, de vez en cuando, que pudiera manejarme. Quería tener a esa persona conmigo toda la vida.

Me detuve en un quiosco y compré un paquete de chicles de menta. Mientras pagaba, no pude evitar mirar el cartel que tenía los precios de los cigarrillos.

Noches de luna rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora