Crónicas de la profundidad

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"Si quieres volverte sabio, primero tendrás que escuchar a los perros salvajes que ladran en tu sótano"

Friedrich Nietzsche.

  Caminar hasta la tienda de la otra esquina siempre fue una excusa para pensar en mis problemas, además de la ducha y del tiempo que duro en el transporte público, siempre ha sido un camino corto pero reflexivo, en donde mis penas son ahogadas por el sonido de mis suelas contra el pavimento. Pero por alguna razón, hoy no tenía mucho de qué quejarme, incluso sabiendo que había muchas cosas mal, sabía en el fondo que resolver estos dilemas no era indispensable. Sentía que algo debía comprender, pero no sabía qué.  

El día se veía inusualmente gris, casi muerto, pero lo único que vislumbraba por debajo de mi capota eran el pavimento y mis zapatos, no me interesaba mucho lo que hubiese en frente o arriba.

Llegué a la tienda, como era de costumbre, había una chica rubia de unos 17 años atendiendo, jamás me interesé en saber su nombre, no que yo recuerde.

Cogí una bolsa de leche del refrigerador y una cubeta de huevos del aparador, me dirigí a pagarlos, ya tenía el dinero en la mano, por alguna razón, y sólo me limité a ponerlo sobre el mostrador, la muchacha, gentil, pero con falta de expresión, lo recibió, yo sólo cogí mis cosas y me fui.

Fue un evento un poco monótono, hoy no tenía ganas de hacer nada, no podía esperar una buena actitud hacia el mundo de parte mía. Saqué las llaves de mi bolsillo y abrí la puerta de mi casa, entré, deje las compras sobre el mesón de madera, y me senté en el sillón un poco cansada, pero al parecer sentarme no me sirvió de nada. Esperaba a John, que había quedado de venir hoy, no me dijo a qué horas pero sabía que era pronto.

Din, dun.

Allí estaba John, tocando el timbre, sabía que vendría pronto, y allí estaba, más pronto de lo esperado. Abrí la puerta y vi su rostro bajo una gorra negra, que siempre traía, no podía decir cuántas veces lo había visto con ella, pero parecía ser la única que tenía.

-¿lo trajiste?- pregunté ansiosa mirando sus manos.

-¿no me dejas pasar?- oí su voz burlona y gruesa.

-claro- dije, permitiéndole el paso hacia adentro.

Estábamos sentados en el viejo sillón, mirándonos el uno al otro, inexpresivos, y le pregunté de nuevo -¿lo trajiste?-. John sacó una bolsita de su chaqueta y la abrió, allí estaban las jeringas y la bolsita de las risas.

Preparamos la droga, nunca fue difícil hacerlo, pero tocaba hacerlo con cuidado, algo, por más tonto que fuese, podría salir mal. Él la metió en las jeringas, mientras yo me hacía un torniquete, me pasó la jeringa, la cual me puse en el brazo, sin dolor alguno, e inyecté mis venas con esa sensación tan familiar y sobria.

No me sentía flotando, mucho menos volando, algo había salido mal, no sentía nada, que droga de tan mala calidad, me giré hacia John para reclamarle, pero él ya no estaba. Me sorprendí, sin duda, de seguro mi viaje había sido tan rápido que me quedé dormida, y John se fue en ese lapso de tiempo, y parecía ser que así fue, pues no tenía torniquete no jeringa, me sentía algo abrumada por el hecho, pero, no podía esperar nada coherente si estaba usando drogas.

Me levanté del sillón, y me preparé algo de comer, no podía dormir sin comer, miré por la ventana y efectivamente ya era de noche, estaba oscuro y me sentía algo incomoda con el hecho de no poder ver más allá de la ventana, sólo negro.

Comí, comí algo, no recuerdo qué, pero quedé satisfecha, me sentía cansada, pero no sabía de qué. Últimamente estaba pasando muchas cosas por alto, estaba ignorando algunas cosas, olvidándolas tal vez.

Sobre la mente y  otros verdugosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora