Capítulo 1

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Los Arango nunca nos habíamos destacado por ser una familia particularmente distinta. ¿Sabes? Éramos mi papá, mamá, mi hermana y yo.

Todas las mañanas, sin excepción, mi madre, Sofía, era la encargada de hacer el desayuno. Para ella, dentro de todas las supersticiones que convivían en su cabeza, esta era la comida más importante del día y qué mejor manera de hacerla especial si ella misma la cocinaba. Por su parte, mi padre, Antonio, era un hombre dos f: fantástico y familiar. El complemento perfecto para ella. Ese par era la muestra fehaciente de la existencia del amor verdadero.

Todos tenían su propia historia. Mi padre, un joven empresario que había logrado superar la última recesión económica. Mi madre, una artista consagrada... consagrada a su hogar, pues había dejado de pintar sin ninguna explicación. Luego está mi hermana, la más pequeña de todos. Una dulce y talentosa niña apasionada por el ballet. Y finalmente estaba yo. El hijo mayor que no tenía una historia que contar.

Ser tan distinto a ellos me había convertido en el objetivo de críticas de quienes no me conocían, incluso eran capaces de afirmar que yo era un gañan. Y no los culpaba, era lo opuesto a mi nombre. Ser un Ángel no era precMaiamente mi mayor talento.

Aunque parecía irónico, había un lado bueno en todo esto. Mi familia tenía claro quién era, y a pesar de que en la mayoría de ocasiones lograba desencajar con todas las particularidades del mundo en que vivíamos, eran conscientes de lo especial que era. Para ellos, detrás de ese muchacho de estilo descuidado, alto, delgado, con mirada azul desafiante y cabello rubio a medio peinar; había rasgos, sentimientos y una esencia que solo ellos tenían el privilegio de conocer.

- Solo una cuadra más – repetía en voz baja mientras caminaba.

A la una de la mañana ya había andado decenas de cuadras, resuelto la situación del mundo en mi cabeza y había logrado hacer y deshacer cómo sería mi vida ideal. Sin duda alguna, yo, el hijo mayor de los Arango no tenía tiempo que perder y eso significaba que no podía parar de pensar.

Era la primera madrugada del verano del 2015 y eso significaba que debía empezar con mis tradicionales expediciones nocturnas. Cada año mi madre no paraba de advertirme sobre los peligros que corría al salir a caminar solo a esa hora, sin embargo eso no impedía que yo lo siguiera haciendo.

No la pueden culpar, ella hacía su mejor esfuerzo. Siempre me había destacado por ser inquieto y travieso. Desde mis cortos dos años de edad cogía del cabello a quien no me agradaba y le daba pellizcos a quien me impedía hacer lo que quería. Mi rebeldía estaba justificada. Todo lo que había sido y en lo que me estaba convirtiendo era mi forma de demostrar mi inconformismo hacia la "falta de vida" que existía en el mundo.

Acostumbraba a escribir en algún bar pequeño cuando salía en las noches de verano. Siempre cargaba conmigo un lápiz y una libreta con una portada vieja y desgastada de Nueva York. Esa noche en particular, gracias al ambiente tan especial que creaba el cielo despejado, había decidido no hacerlo. Y aunque mis pies vibraban de tanto andar, no estaba dispuesto a parar.

Fueron necesarias decenas de cuadras más, la sensación de nunca haber estado en ese lugar y un agudo dolor en la planta de los pies, para detenerme. Una gota de sudor escurría por mi frente cuando un par de tipos con cara de pocos amigos se quedaron viéndome. Cada vez se acercaban más y mi corazón no paraba de acelerarse. Bajé mi mirada y pude fijarme que cada uno llevaba una navaja en su mano. No debía estar ahí, repetía constantemente la voz de mamá en mi cabeza. Decidí hacerle caso y salí a correr.

Unas cuantas cuadras fueron suficientes para dejarlos atrás. No podía respirar. Pasaron pocos minutos para que el aire retornara completamente a mi cuerpo. Mientras mi visión se aclaraba, una silueta al final de la calle llamó mi atención.

Por una simple cuestión de magnetismo poco a poco me acerqué. Era un chico sentado en el andén y lloraba desconsoladamente.

No quería hacer ninguna clase de ruido, no quería molestar. A pesar de que me moría de ganas de saber qué le pasaba, prefería quedarme detrás de él, vigilándolo... como un Ángel.

- Hola – dije al cabo de unos minutos, cuando ya había parado de llorar.

De forma brusca volteó su cabeza, sin embargo esa fuerza se desvaneció cuando nos quedamos viendo el uno al otro. Llamémoslo magia, causa y efecto o simplemente el destino, pero este par de chicos que estaban en el andén no necesitábamos palabras para entender que nos estábamos buscando.

El tiempo de alguna manera se detuvo para ambos. Ni el frio ni el silencio fueron capaces de quebrar ese instante, era algo infinito.

- Hola – repetí suavemente, sin embargo el chico que estaba sentado en el andén sin ninguna explicación se levantó, sacudió sus pantalones, secó sus lágrimas y salió a correr.





El chico del andénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora