CAPÍTULO 1.

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—¿Sabes por qué estás aquí? —dice una voz que se expande por mi cabeza como si fuese un poderoso martillo derribando cientos de paredes a su paso-. ¿Puedes hablar?

La infinitud del tiempo dejó de parecer algo tan abismal en aquel momento. Mis manos, sus manos, nuestras pieles, las voces... Todo se difuminaba, se escapaba de nosotros como el viento.

—Supongo que esto es nuevo para ti, y lo entiendo. Pero deberías intentar colaborar, ¿sabes? Es por tu bien. No tengas miedo.

Qué ridiculez. ¿Miedo? ¿En serio?

—No me das miedo.

—Ya lo imaginaba. Pero dime, Dylan, ¿estás bien?

La pregunta congela mis entrañas e inmoviliza mis músculos. ¿Estoy bien? Las imágenes comienzan a sucederse en mi cabeza como una telaraña mal tejida, rota y con escombros. Mi cerebro se aturde y las palabras se escapan de mi boca en el intento de pronunciarlas.

—Su... Supongo, ¿tú no?

La respuesta parece no ser la acertada. Ella se levanta y se acerca a una de las mesas de la habitación. Ni siquiera me había fijado en dónde estaba, ¿me habría traído ella hasta aquí? Permanezco impasible observando los cuadros abstractos de la pared y la alfombra rojiza del suelo, pero mi rostro queda muerto cuando, al intentar mover el brazo, veo que está enredado a un cinturón mal atado.

—¿Qué narices es esto? ¿Quién cojones eres tú? ¡Suéltame!

La chica se da la vuelta rápidamente con una frágil jeringuilla entre los dedos de su mano izquierda. La levanta y deja caer un poco de líquido al suelo, es de color morado viscoso y parece oler mal. En cuanto las gotas acarician la moqueta del suelo, un intenso humo comienza a salir, dejando un agujero perfecto en el suelo.

—Todavía no me has dicho si estás bien, Dylan -comenta la mujer-. ¿Estás bien? ¿Necesitas... ayuda?

Su voz va cobrando diferentes tonos, las vibraciones de sus cuerdas vocales parecen romperse por completo: agudo, grave, estridente, mudo... Y lo siguiente que ocurre va tan rápido que no soy capaz de predecirlo: las correas se convierten en simples lazos deshilachados, mis manos se extienden cuanto quiero y mi cuerpo se aleja del sillón, las manos se me enroscan en su cuello y su jeringuilla en mi antebrazo. Caemos contra el suelo y la atmósfera nos recoge transformándose: rampas, toboganes, fuego, bosque y, finalmente, el duro alquitrán de una gran calle en mitad de una ciudad.

—Agonía y soledad, odio puro —dice la voz de la chica, que aparece en mi propia cabeza.

Mis manos están arañadas, llenas de sangre y moratones. La sangre de mi cuerpo avanza como una gelatina en un plato hondo, mis palabras se disparan en forma de bombas de saliva. Y entonces me dispongo a rematar el vacío con mis puños...

DefenestraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora