Menfis, Ciudad de Dioses

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He viajado por todo el mundo sin plantearme lo contrario. Cuando no encuentras el rumbo y sólo esperas a que te lleve la corriente suele pasar. Me llamo Tare, y no tengo hijos. Soy una de esas rarezas que se ven por el Imperio. Mis años no podría contarlos, sé que son muchos pero nadie me dijo cuándo es mi cumpleaños. Calculo mi edad por lo que he vivido en estas tierras, y le rezo todas las noches a Re que haga caer toda su luz en mí.

He recorrido cientos de caminos sin buscar ningún destino, huyo de cualquier forma de vida que suponga cualquier contratiempo, pero también sé que esa decisión en estos tiempos no es fácil. El faraón es que el que posee todos los poderes, el que decide sobre nuestra vida o muerte, nuestra felicidad o desdicha. Ni siquiera se me ocurre soñar con una vida así, llena de lujo y grandes estancias.

Parece que las cosas están mejorando. He oído decir que unos cuantos súbditos están construyendo más triángulos gigantes, como monstruos acechando nuestras llanuras. Nunca he logrado recordar el nombre pero dicen que ahí es donde yacen los faraones difuntos, donde guardan todas sus riquezas para hacerle frente a la muerte. He visto más por otras ciudades, creo que era en Saqqara, pero estos son realmente maravillosos. ¡Qué honor! los dioses son venerados allí y sus tumbas forman estas tierras celestiales, como del más allá. Parece imposible concebir el resultado después de tantos sacrificios. Después de todo, los obreros que trabajan allí no tienen descanso. Aún no entiendo cómo pueden levantarse con el intenso calor que lo inunda todo. He oído decir que Imhotep es el arquitecto más reconocido del reino por ser el precursor del nuevo material... ese que llaman, no lo recuerdo... pi, piedra.

Llegan a mi memoria los tiempos en que el adobe era lo único de lo que disponíamos para tener un techo. Me quedaba fascinado viendo cómo secaban aquel amasijo de barro y paja. La sacaban gracias a las crecidas del río y, para mí, cuando aún era niño, era todo un acontecimiento. Colocaban la masa en pequeños moldes de madera con forma de una especie de ladrillo. Era un invento sencillo. Después, se dejaba secar al sol unos cuantos días. Tagor, un buen amigo de papá, nos construía nuestro hogar. Igual que todos los demás, él también era albañil y, sin duda, sirviente del faraón.

Nuestra casa no era muy grande, todos disponíamos del mismo espacio. La sala de estar siempre fue el punto de encuentro. Karim y Jesula no paraban de corretear por la cocina y las pequeñas habitaciones que teníamos. Recuerdo que cuando llovía, mis hermanos y yo nos sentábamos a escuchar el sonido que se filtraba por el techo de la casa, hecho de esteras de hojas de palmera, era como una melodía perfecta. Papá trabajaba mucho. Solía irse al amanecer para acabar sus piezas y llegar a tiempo al mercado para venderlas. Eran pequeñas vasijas de cerámica que él mismo diseñaba. Todos sabíamos que los días de poco éxito de papá iban a ser días sin probar bocado. Mamá, mis hermanos y yo nos quedábamos en casa y subíamos a la pequeña terraza que había en la parte más alta de choza. Allí nos refrescábamos del calor sofocante y contemplábamos el paisaje. Todas las dunas del desierto se alzaban ante nosotros, con un aire misterioso que me sobrecogía. Cómo echo de menos las historias que mamá me contaba, con ellas conseguía imaginar cómo iba a ser venir por estas tierras, de las que no conozco nada, solo las leyendas que mamá me contaba sobre dioses y tiranos.

Por aquellos tiempos recuerdo que no nos trataban a todos por igual. A pesar de que todos formábamos parte de la misma tierra, teníamos distintos derechos. Dependía de la función que desempeñaras, para lo que hubieras sido escogido. Todos cumplíamos una parte del trato y así honrábamos a nuestros antepasados, sobreviviendo... Aunque de todos era sabido que el poder se dividía en unos cuantos, aunque todos durmiéramos bajo el mismo techo, desde campesinos hasta los dignatarios del faraón. Todos nos refugiábamos gracias a aquella masa viscosa que nos aislaba del frío durante las noches, nos resguardaba de los peligros del exterior y nos hacía soñar con el ligero murmullo del río. Quizás este invento de la piedra podrá servirnos de alguna ayuda.

Menfis, ciudad de DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora