Andábamos recorriendo muchos senderos. Todos los poblados se concentraban en terrenos elevados que se protegían de las crecidas del río Nilo, formando varios grupos de casas. Todo parecía agradable y tranquila. Caminábamos los tres observando el entorno. Me pregunté desde cuando aquel anciano había perdido su vista, ya que parecía que se conocía la ciudad como la palma de su mano. Le observé mientras avanzábamos. Sus ropas eran viejas y estaban ya raídas por el paso del tiempo. Su faldellín, cuidadosamente escogido, perdía su color blanco característico por el paso de los años.
El lino era el tejido habitual para nosotros, ya que al no tener costuras, era flexible y ligero; aunque yo creo que su mayor ventaja era la comodidad que uno sentía al ponérselo. Los hombres los llevábamos a la altura de las rodillas, mientras que las mujeres lo lucían a la altura de los tobillos, realzando las formas femeninas.
De repente me di cuenta que, si miraba sus harapos, llamaba demasiado la atención de la gente. Parecía lo que era... un viajante sin hogar, un alma perdida entre las arenas del desierto. Mis zapatos también eran invisibles, yo andaba descalzo. Sentía vergüenza por no poder presentarme tal y como lo hacían ellos. Sus alpargatas hechas de papiro y cuero brillaban al levantar el polvo del suelo. El anciano seguía caminando moviendo la cabeza ligeramente. Parecía estar oliendo todo lo que se colaba por las casas.
Pasábamos por pequeñas chozas hechas con adobe, jamás había visto tanta variedad de alimentos. Hombres y mujeres caminaban de un lado para otro llevando piezas de carne, pescado, legumbres, pan... Todo el aire estaba impregnado de mil olores que se colaban por todos los rincones.
De repente las pude ver a lo lejos. El anciano parecía ver todo lo que estaba delante nuestro. Nunca había visto su cabeza tan alzada, era milagroso. Sus largas canas brillaron de un modo especial:
- Ptah nos está escuchando -, dijo.
Ahí estaban. Las pirámides se alzaban delante de nosotros con todo su poder. Miles de personas aparecían escalándolas como vulgares hormiguitas. Era fascinante comprobar cómo se unía a las demás, formando una estructura perfecta. Las pirámides iban de menor a mayor tamaño. Enfoqué con la mirada los gigantescos bloques de aquel material que me resultaba familiar. Lo sostenían con un conjunto de cuerdas que trasladaban por una especie de rueda móvil. Habían construido pequeñas vigas desde donde los obreros recibían órdenes de los mandados del Rey, que asimismo recibían órdenes de los visires, los hombres de confianza del faraón. De pronto me acordé:
- ¡Piedra, eso es, el viejo tenía razón!, ¡piedra!-, exclamé.
El anciano ni siquiera me miró. Su cara había cogido una expresión especial y me intimidó el profundo respeto que inspiraba.
- Muchacho, ¿qué edad tienes?-, dijo.
Me quedé congelado. Ni siquiera sabía cuando era mi cumpleaños. Me rendí ante la evidencia y le contesté:
- No lo sé, señor. Agradecí que no viera la cara de circunstancia que se me dibujaba.
- Está bien, pero... ¿sabes si has nacido en esta tierra, en Menfis?
- No, señor-, le respondí.
Giró su cabeza hacia mí y me quedé de nuevo enfrente de sus ojos blancos.
- No me llame señor-, me dijo. Llámeme Dauno.
Asentí con la cabeza y le observé. Era feliz allí, y el tiempo ya no tenía importancia. Parecía ser dichoso de contemplar la vida más allá de la muerte. La parte más alta de las pirámides terminaba en una punta que apuntaba al cielo, parecía que iba a rajarlo en cualquier momento. Estábamos delante de ellas pasmados, sintiendo como una fuerza mágica nos atraía hasta los monumentales sarcófagos. Noté un roce en mi mano, la pequeña se había colgado de mi dedo y su manita me inspiraba una ternura que jamás había experimentado. Mientras todo parecía eterno.
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Menfis, ciudad de Dioses
ПриключенияLa historia de Menfis, la capital del reino de la V dinastía de Egipto, bajo el mandato del rey Seneferu