Menfis, ciudad de Dioses 3

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Por fin el abuelo cruzó la puerta. Le acompañaba un hombre robusto y bien acicalado. Su perfume traspasaba todas las paredes de la casa. Parecía alguien distinguido ya que sus ropajes estaban impecables:

- Tare, te presento a Selleh; él te explicará por qué te estábamos esperando-, dijo Dauno.

Me levanté para saludarle y el hombre se quedó petrificado. Sus pupilas se dilataban y su expresión se volvía sombría. Tartamudeando, le dijo al anciano que era tal y como él había explicado, una obra de dioses. Yo no era capaz de entender nada. La niña correteaba de un lado para otro saltando de alegría. Kyra me miraba desde una esquina de la habitación sin pestañear. Parecía que todos estaban contemplando algo que llevaban mucho tiempo buscando. El anciano dijo:

- Selleh era uno de los antiguos visires del faraón Zoser.

Yo seguía sin entender nada. El hombre se sentó a mi lado mientras Kyra nos servía la comida. Parecían entusiasmados ante lo que se veía venir. Todos menos yo, que solo era capaz de oler el humo caliente que salía de los platos. Selleh prosiguió lentamente. Me explicó que yo no era consciente del magnetismo que desprendía. Me contó algo de una profecía que venía siendo conocido desde las primeras dinastías de nuestra civilización. El anciano escuchaba atentamente mientras el visir continuaba con su historia. Vi como Kyra, mientras ayudaba a la niña a comer, no levantaba la cabeza del plato.

Después de la agradable comida, yo seguía sin comprender nada de lo que me decía el visir. Selleh se levantó y sacó de un pequeño zurrón un papiro antiquísimo. Me lo dejó en la mesa y se alejó de mí. Yo no sabía leer, así que lo cogí y le di la vuelta, contemplando los símbolos que aparecían. Selleh corrió apresurado a mí y me lo quitó de las manos. Yo me quedé avergonzado por su actitud y me preguntó si no sabía leer. Asentí con la cabeza, y sonriendo igualmente, se sentó a mi lado. Continuó diciendo: 

- Este papiro lleva la historia de tus antepasados. Desde hace milenios se espera la llegada del nuevo profeta, que vendrá a Menfis para liberar la ciudad. Estás destinado a descubrir y crear todos los tesoros que nuestros ancestros dejaron escondidos por todo Egipto. Esa será la única forma de que Menfis sea libre para siempre. Tú debes encontrarlos, eres el elegido.

Yo me quedé aturdido. Le pregunté que por qué yo, que cómo sabían que yo era aquella persona que estaban buscando. Me dijo que me pusiera de pie, alzó su figura delante de mí y me pidió que me despojara de mis ropas. Así lo hice. Vi como Kyra y la pequeña se sonrojaban y se marchaban de la estancia. Yo estaba tan ensimismado por las palabras de Selleh que no me había dado cuenta de que ellas aún seguían allí. 

Me tumbó en una estera hecha de hojas de palmera y me inspeccionó desde la punta de los pies hasta la cabeza. El anciano permanecía sentado a nuestro lado, visiblemente emocionado por todo lo que estaba ocurriendo. De repente, Selleh dijo:

- ¡Dauno, lo he encontrado!, no hay duda, es Él!

En un instante toda la casa cambió, todos saltaron de alegría abrazándose unos a otros. Yo permanecí tumbado reflexionando sobre qué habían visto que fuera tan determinante. Todos se arrodillaron ante mí y Selleh decía palabras extrañas, parecía que había entrado en trance. Cuando vi que Dauno también se arrodillaba, no lo pude resistir y me levanté. Le cogí de los brazos y le susurré al oído que me dijera qué estaba pasando. Cuando tuve su cara enfrente de mí, unas lágrimas brillantes la recorrían: 

- Oh, querido Tare, tú eres el hijo de Menfis...

Selleh se apresuró a decir que debíamos celebrarlo. Kyra se despidió de mí con un beso en la mejilla y se fue. La pequeña no iba a estar presente tampoco en la ceremonia. Debían llevarla a la Casa de la Vida para que cultivara su espíritu. Allí le enseñarían danza, música o incluso a leer y a escribir. Me despedí de la pequeña mientras me decía, animada, que ella conseguiría lo que consiguió su abuelo; ser la escriba del reino para poder relatar mis aventuras. Entre lágrimas me dijo que así me recordarían para siempre.

Fue cuando entendí por qué sus enormes ojos me miraban así la primera vez. La niña ya tenía un ligero presentimiento de que yo iba a ser algo importante, pero... ¿por qué? Yo jamás había poseído ni riquezas ni lujos, ni siquiera sabía leer, pero parecía que Re había escuchado mis súplicas mucho más de lo que yo creía. Iba a ser el salvador de Menfis y ni siquiera sabía salvarme a mí mismo.

Salí con los dos hombres de la casa. Kyra debía quedarse a cumplir con sus obligaciones domésticas para preparar la ceremonia de la noche. Tejería vestidos y prepararía pan y cerveza. Eso era lo que debía hacerse. Los hombres salían a cumplir con sus ganados o tierras y las mujeres debían comportarse como eficaces amas de casa. El faraón era quién lo controlaba todo. Él tenía el poder sobre todo lo que producíamos y elegíamos. Selleh me contó que los sacerdotes eran los más ricos después de la divinidad del faraón. Ellos eran los que acumulaban todas las riquezas que les proporcionaba la familia real. Adoraban a Ptah y bajo su influjo vivían en los templos construidos por toda la ciudad. 

Me quedé perplejo cuando vimos uno de ellos cruzándose por nuestro camino. Selleh me susurró al oído:

- Ahora, cuando pase, haz una ligera reverencia con la cabeza y síguele con la mirada hasta que le pierdas de vista. 

El hombre en cuestión desprendía algo muy espiritual, mágico. Cuando se cruzó delante de nosotros, le hice la reverencia que me había ordenado Selleh, y el hombre se giró para darme su consentimiento, pero cuando cruzamos las miradas, se quedó inmóvil. Yo aparté la mirada por miedo a sus represalias y continué andando. Sabía que Selleh y el anciano me protegerían de sus conjuros religiosos.

Tenía la sensación de que todo el mundo me observaba como si jamás hubieran visto a un hombre. Dauno permanecía a mi lado. Me sentía agradecido por haberme acogido en su casa sin ni siquiera saber cómo era mi apariencia. Sentí que a pesar de eso era el único que realmente me conocía. Pasamos por campos donde los campesinos recolectaban las cosechas. Observé entusiasmado todos los utensilios que utilizaban. Los bueyes trillaban la tierra para poder recoger lo sembrado y llevarlo a pequeños sitios de adobe donde se conservarían hasta que se necesitaran. En esta actividad participaba toda la familia que, con su ayuda, facilitaba los trabajos. 

La agricultura era la base de nuestra economía. Sin el campesino no sería posible, o el fellah, como le llaman aquí. Ellos son los que realmente velan por el sustento de la población. Los ganaderos también cuidaban de los animales que acortaban las duras tareas del ganadero y las tierras. Desde bueyes hasta cabras, formaban un paisaje imposible de describir con palabras. Todos sabíamos que todo lo que estábamos viendo pertenecía al faraón, y nosotros a él. 

Aquí, como en mi ciudad, no todos gozaban de los mismos derechos. Selleh me explicó que él también había pertenecido a uno de los más altos rangos de la sociedad, cuidándose como visir de toda la administración de la ciudad. Detrás estaban los sacerdotes y el ejército, que trabajaban junto al faraón para eliminar las invasiones y el saqueo a los templos y tumbas reales, de las cuales los sacerdotes sacaban gran tajada. Los agricultores y ganaderos gozaban de menos privilegios sociales, pero tenían lo suficiente como para ser solventes con su trabajo.

El faraón les correspondía a sus esfuerzos pagándoles en especies o con intercambios de alimentos, lo que mantenía las bocas cerradas. Por último, el anciano intervino en la conversación para decir que los que corrían peor suerte por estas tierras eran los esclavos. Ellos eran aquellos a los que mamá siempre había intentado ayudar, aunque los súbditos del faraón jamás le dejaran hacerlo. Ellos no disponían del derecho básico de una persona: la libertad. Desempeñaban los oficios domésticos, y podían ser vendidos y comprados al antojo de los comerciantes. 

- Recuerdo que cuando el faraón quería ser benévolo, mandaba a extranjeros o prisioneros a los duros trabajos de las minas de Sinaí, en la que por nuestros tiempos había una continua explotación de sus materiales preciosos -, murmuraba Dauno. 


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