Capitulo 3

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CAPITULO 3.-

A bordo del Adarlan

Apuntalando los pies en la cubierta escorada, Louis se inclinó hacia el viento, con remolinos de aire prendiéndosele de la cabellera de cobre y centelleando en sus luminosos zafiros. Sus mejillas eran rosas encendidas en la aceitunada palidez del rostro, como encantadora consecuencia del viento racheado. Llevaba horas allí, en equilibrio sobre la cubierta, contemplando taciturna el mar revuelto y deseando volverse al convento, donde la vida era tranquila y sin complicaciones.

-Por favor, vuelve a la cabina, Louis. Si pescas un resfriado el duque de Berwick se va a disgustar contigo, y conmigo también por permitírlo.

Louis le lanzó a Jace una mirada de desesperación. Su chaperón de compañía le caía bastante bien, pero lo encontraba demasiado estricto para lo joven que aún era. No mucho mayor que Louis, Jace era un viudo a quien Dorian Tomlinson había contratado como compañero de viaje de Louis. También lo acompañaba el sacerdote, el padre Sebastián, que se ocuparía de sus necesidades espirituales durante el viaje.

-No tengo frío, Jace. Este viento es de lo más tonificante.

-A mí me pone del revés -dijo Jace. Su cara había adquirido un anormal matiz verde que daba fe de los mareos que llevaba sufriendo desde que se embarcaron en el puerto de Cádiz-. Tenía la esperanza de que el mareo se me pasara al cabo de unas semanas en el mar, pero no hago más que empeorar.

-Vuelve a la cabina, Jace; yo estoy bien. Estoy seguro de que el padre Sebastián te hará compañía.

-Sí, Louis, eso es lo que voy a hacer. Que me lea un poco la Biblia. Tiene una voz muy relajante.

Louis contempló cómo se tambaleaba aquel hombre por el camino de vuelta hacia el amplio camarote de popa que compartían. Tenía que admitir que Jace era un acompañante piadoso y recatado, pero resultaba aburrido. Y en cuanto al padre Sebastián, el bueno del cura, era un severo amante de la disciplina enviado para garantizar que Louis llegaba a manos de su prometido tan puro como el día en que salió del convento. Todos los días el cura reservaba cierto tiempo para la oración y la instrucción religiosa, y eso a Louis le gustaba. Tenía la esperanza de que una vez que el cura se diera cuenta de lo devoto que era, lo ayudaría a evitar aquel matrimonio en el que su padre estaba tan empeñado.
Contemplando taciturno el lejano horizonte, Louis creyó ver una vela. Entornó los ojos hacia el resplandor del mar y lo escrutó otra vez: la vio desaparecer por debajo del horizonte. Como no volvió a aparecer, se imaginó que había sido un espejismo y volvió la vista hacia otra parte.

***

A bordo del Loramendi

-Lo estoy viendo, capitán. Es un galeón con todas las de la ley. Lleva la línea de flotación muy baja. Debe de estar hasta arriba de botín.

El capitán Harry Styles enfocó con el catalejo el galeón español, que alcanzaba a verse apenas. Lo había divisado el día anterior, y desde entonces lo iban siguiendo, manteniendo sólo la distancia necesaria para evitar que los detectaran.

-Tienes razón, señor Crawford...es de los grandes. Probablemente lleva veinte cañones o más.

-Podemos tomarlo, capitán. El Loramendi no tiene rival, nuestros hombres son luchadores curtidos y están impacientes por darles otra batalla a esos miserables españoles. ¿Dispongo a los hombres para la batalla?

Harry esbozó una sonrisa vengativa.

-Tienes razón, señor Crawford. Da la orden. Prepara el barco para la batalla y distribuir las armas. Que los artilleros estén en sus puestos.... ya es hora de que el Diablo se gane otro premio.

-Sí, mi capitán. Vamos a enseñarles a esos malnacidos españoles de lo que es capaz el Loramendi.

***

En su camarote a bordo del Adarlan, Louis estaba arrodillado junto al padre Sebastián, recitando fervientes plegarias, mientras el fuego cruzado de los cañones explotaba alrededor de ellos con un estruendo ensordecedor. El capitán Ortega había avistado el barco pirata inglés al alba. A lo largo del día se había ido acortando la distancia entre ellos, hasta que estuvieron a tiro de cañón. Navegando tan pesadamente, el Adarlan no era rival para el Loramendi, más veloz y más ligero. Cuando empezó la contienda, Louis sólo alcanzó a pensar en la terrible escabechina que iba a hacer con ellos aquel barco pirata.
Al primer indicio de peligro, el padre Sebastián se había arrodillado a rezar, exhortando a Louis y a Jace a que hicieran lo propio. Pero parecía que Dios hacía oídos sordos a sus súplicas, porque en la cubierta la intensidad de la batalla no disminuía. Al cabo de un sinfín de rezos, Louis ya no pudo soportarlo más: necesitaba enterarse de lo que estaba pasando. Se levantó tembloroso y se acercó a la puerta. Abrió una rendija y miró hacia fuera. Alcanzó a ver al capitán Ortega en el puente, en mitad de lo que quedaba de su barco, y salió a cubierta, decidido a averiguar qué posibilidades tenían de escapar de los piratas.

-¡Louis! ¿A dónde vas? -en la voz de Jace sonó una nota aguda de pánico.

-A hablar con el capitán. No puedo quedarme aquí sin hacer nada, sin saber lo que va a ser de nosotros.

-Cómo que sin hacer nada, niño lo reprendió el padre Sebastián-. Estamos rezando para que ocurra un milagro.

-Vuelvo enseguida -dijo Louis, sin dejarse convencer por las palabras del sacerdote y cerrando con fuerza la portezuela del camarote a su espalda.

En varios puntos de la cubierta inclinada se alzaban llamas y hollín, y el bramido de los cañones amenazaba con ensordecerla mientras sorteaba cadáveres y escombros para llegar junto al capitán.

De pronto, una bala de cañón del Loramendi cruzó silbando la cubierta y fue a estrellarse contra la alacena contigua al camarote en el que el padre Sebastián y Jace seguían de rodillas rezando. La explosión que siguió lanzó a Louis volando a la otra punta de la cubierta. Se levantó del suelo, gritó con auténtica alarma y corrió hacia el camarote destrozado. La portezuela pendía ladeada de sus goznes rotos y tuvo que forzarla para abrirla; fue echando a un lado maderos todavía humeantes y cascotes hasta que encontró a sus dos compañeros de viaje en mitad de aquella ruina.

-¡Capitán, ayúdeme! -gritó, mientras trataba de hallar un atisbo de vida en el cuerpo inerte de Jace.

Pero el capitán Ortega tenía sus propios problemas. El Loramendi se estaba acercando muy rápido, y su propio barco se estaba hundiendo. Vio cómo los piratas aparejaban ganchos y pasarelas para el abordaje y supo que su tripulación, sus pasajeros y él mismo se enfrentaban a una muerte segura.
Para horror de Louis, nadie podía hacer ya nada por Jace. Louis dirigió su atención al cura. Todavía respiraba, aunque a duras penas. Su pecho subía y bajaba con tan poca regularidad que Louis comprendió que su muerte era inminente.

El padre Sebastián abrió los ojos y vio a Louis inclinado sobre él. Era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida, pero estaba en paz consigo mismo: había dedicado su existencia entera a prepararse para el encuentro con Dios. Sus últimos instantes los dedicó a temer por el destino de Louis. Su padre lo había confiado a su cuidado, y él ya había rezado lo suficiente para transmitirle algunos consejos importantes antes de que la muerte viniera a buscarle.

***

Bien, pues gracias por votar y esas cosas, esperó les agrade la historia, es bastante larga a decir verdad, y esta llena de cosas que probablemente las dejen calvas sólo, comenten que tal.
Cumpleaños de Harry ))): me siento vieja ahora.

Ardilla de su cora.

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