Capitulo 4

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CAPITULO 4.-

-¿Nos está abordando el enemigo? -preguntó, con los ojos ya vidriosos.

-Sí, Padre -dijo Louis con tristeza-. El capitán Ortega no tenía forma de impedirlo.

-Escúchame atentamente, niño, porque me queda poco tiempo -Louis se inclinó aún más para oír las últimas palabras del padre Sebastián-. No debes dejar que los piratas te ultrajen. Escoge la muerte en lugar del deshonor. Te acabarán rescatando, pero para entonces ya habrás sido despiadadamente violado. No tendrás ya la inocencia que el Duque de Berwick exige de su esposo y padre de sus hijos.

Louis contempló al cura con espanto.

-¿Me está diciendo que me suicide, Padre?

El padre Sebastián no pudo responderle porque se deslizaba ya serenamente hacia la muerte, pero Louis supo exactamente lo que él pensaba que debía hacer.
Se irguió sobre sus pies inseguros, súbitamente consciente del acre hedor del humo y la sangre y de la feroz batalla que se estaba librando entre sus compatriotas y los piratas ingleses. El barco estaba en llamas, escorado hacia estribor y en peligro de hundirse, pero Louis se quedó en mitad de la humeante escabechina del camarote, con los dos cadáveres a sus pies, incapaz de darse muerte como el padre Sebastián le había recomendado. Si no hubiera salido del camarote cuando lo hizo, ahora estaría con ellos de camino hacia la paz eterna.

El terrible ruido de la batalla disminuyó bruscamente, y Louis oyó retumbar la voz profunda de un inglés que exigía que se rindieran. A continuación oyó un nombre que lo dejó helado; un nombre que, pasando de boca en boca, le llegó con los vientos humeantes del terror y el miedo: el Diablo.

Momentos más tarde la misma voz profunda ordenó registrar el barco en busca del botín, y Louis comprendió que le quedaba muy poco tiempo para decidirse entre morir y ser violado por el despiadado Diablo. Ninguna de las dos opciones resultaba apetecible. Tanteando el pequeño puñal que llevaba en la faltriquera, barajó el suicidio. Dos tajos rápidos en las muñecas y antes de que los piratas lo encontraran se habría desangrado.

Sin embargo... ¿no era la muerte la vía de escape de los cobardes? Diez años habían tardado las monjas del convento en domesticar el carácter vehemente de Louis y someterlo a sus decisiones, pero a el apenas le costó diez segundos recuperar aquel orgullo obstinado y aquella terquedad que tanto desesperaban a su padre cuando era niño. Si Dorian Tomlinson lo hubiese visto en ese momento, con el brillo del desafío en la mirada y aquella expresión ni dócil ni sumisa, su idea de que Louis no estaba hecho para la vida religiosa se habría confirmado.

-No me pienso dar muerte -declaró valientemente Louis-, ni tampoco me pienso entregar a esos sucios piratas.

A pesar de esas palabras audaces, no tenía armas, aparte de su pequeño puñal, con las que defenderse, así que encaminó sus pensamientos en otra dirección.

Había entrevisto su maleta tirada entre los escombros del camarote, y recordó que había metido en ella su hábito gris de monje. Había calculado estúpidamente que durante el viaje podría impresionar al padre Sebastián con su fe y convencerlo del error que sería obligarlo a celebrar aquel matrimonio cuando lo que el en realidad quería era dedicar su vida a servir a Dios.

El alboroto que se acercaba obligó a Louis a apresurarse; cerró de un empujón la portezuela desvencijada y escarbó en la maleta buscando el hábito. Lo extrajo de un tirón, se arrancó los pantaloncillos y la fina camisa de seda y se embutió en el hábito, atándose el rosario de madera a la cintura a modo de cinturón. En unos minutos su melena de cobre quedó oculta bajo la toca de hilo, completando la transformación. Le dio tiempo justo de terminar.

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