Capítulo 8

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Después del funeral me quedé en casa tres días. Era demasiado tiempo, necesitaba regresar al trabajo. Pero seguía pensando en las cosas que tenía que hacer, o eso me dije a mí misma. Limpié el cuarto de la abuela. Alicia se pasó y le pedí ayuda, porque no podía estar allí sola con las cosas de mi a buela, tan familiares e imbuidas de su olor personal de talco para bebés.

Así que mi amiga Alicia me ayudó a empaquetarlo todo y llevarlo a la agencia de auxilio a víctimas de las catástrofes. Se habían producido tornados en el norte de Arkansas durante los últimos días, y era probable que alguna persona que lo hubiera perdido todo pudiera aprovechar aquella ropa. La abuela era más bajita y delgada que yo, y además sus gustos eran muy distintos, así que no quise nada suyo excepto las joyas. Casi nunca se ponía alhajas, pero las que tenía eran auténticas y, para mi gusto, preciosas.

Era increíble todo lo que había conseguido me ter la abuela en su cuarto. No quise ni pensar en lo que debía de haber almacenado en el desván; ya me enfrentaría a ello más adelante, en otoño, cuando la temperatura del altillo fuera más fresca y tuviera tiempo para meditar.

Es probable que tirara más de lo que debía, pero así me sentí eficiente y enérgica, e hice un trabajo drástico. Alicia guardaba y empaquetaba, preservando solo papeles y fotografías, cartas, facturas y cheques cancelados. Mi abuela no había usado una tarjeta de crédito en su vida ni había comprado nada a plazos, Dios la bendiga, lo que hizo que la liquidación fuera mucho más sencilla.

Alicia me preguntó por el coche de la abuela. Tenía solo cinco años de antigüedad y muy pocos kilómetros.

–¿Venderás el tuyo y te quedarás con este? –dijo–. El tuyo es más nuevo, pero es pequeño.

–No lo había pensado–respondí. Y descubrí que tampoco en ese momento podía pensarlo; la limpieza del cuarto era todo el terreno que podía abarcar aquel día.

Para cuando cayó la tarde, la habitación había perdido todo rastro de la abuela. Aliciay yo sacudimos el colchón y volvimos a hacer la cama por pura costumbre. Era una vieja cama de columnas con dosel. Siempre había pensado que aquel cuarto era precioso, y se me ocurrió que ahora era mío. Podía trasladarme a la habitación más grande y tener un cuarto de baño particular, en vez de usar el del pasillo.

De repente me di cuenta de que eso era justo lo que quería hacer. Los muebles de mi cuarto se trasladaron allí desde la casa de mis padres cuando estos murieron, y era un mobiliario de niña; demasiado femenino, recordaba a Barbies y fiestas de pijamas.

Aunque yo nunca había organizado muchas fiestas de pijamas, ni tampoco ido a muchas.

No, no, no, no iba a caer en esa vieja trampa. Yo era lo que era, tenía una vida y podía disfrutar de las cosas, las pequeñas chucherías que me mantenían viva.

–Puede que me traslade aquí–le dije a Alicia mientras ella cerraba una caja con cinta de embalar.

–¿No es un poco pronto? –respondió. Se sonrojó al darse cuenta de que había sonado muy crítica. –Me será más fácil estar aquí que al otro lado del pasillo, pensando que este cuarto está vacío –dije. Alicia lo meditó, acuclillada junto a la caja de cartón con el rollo de cinta en las manos.

–Sí, lo comprendo –admitió, con un asentimiento de su cabellera llameante.

Cargamos las cajas en el coche de Alicia. Se ofreció amablemente a dejarlas en el centro de colectas de camino a casa, y yo acepté agradecida su propuesta. No quería que nadie me mirara con misericordia, sabiendo que entregaba las ropas, los zapatos y los camisones de la abuela. Cuando Alicia se marchaba la abracé y le di un beso en la mejilla, y ella se me quedó mirando. Eso estaba más allá de las limitaciones que había tenido nuestra amistad hasta aquel momento. Inclinó su cabeza hacia la mía y juntamos nuestras frentes con mucha suavidad.

Sangre fresca (Auryn)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora