Capítulo 7

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Durante el siguiente par de días me sobraron en las que pensar. Para ser alguien que siempre ansiaba lo nuevo para no aburrirse, ya había tenido suficientes novedades en mi vida para unas cuantas semanas. Solo con la gente del Fangtasía tenía material de análisis de sobra, y eso por no hablar de los vampiros. De soñar con conocer a un vampiro había pasado a alternar con más de los que desearía.

Muchos hombres de Ruston y de las cercanías habían tenido que acudir a la comisaría de policía para responder algunas preguntas sobre Daniela y sus hábitos. Además, el detective Bellaflor solía pasarse por el bar en su tiempo libre, sin beber más alcohol que el de una cerveza, pero observando con detenimiento todo lo que tenía lugar a su alrededor. Resultó embarazoso, pero como Merlod no era de ningún modo un centro de actividad ilegal, a nadie le preocupó mucho una vez todos seacostumbraron a la presencia de Andy.

Él siempre parecía escoger una mesa de mi zona, y comenzó a entablar un juego silencioso conmigo. Cuando iba a su mesa, pensaba algo provocador para tratar de que yo dijera algo; no parecía comprender lo indecente que resultaba aquello. La clave era la provocación, no el insulto: quería que volviera a leerle la mente, aunque no se me ocurría por qué.

Entonces, puede que la quinta o la sexta vez que le tuve que llevar algo (me parece que era una Coca–Cola Light) me representó en su cabeza retozando con mi hermano. Ya estaba tan nerviosa al ir a su mesa (sabiendo que me esperaría con algo, pero sin saber con exactitud el qué) que había dejado atrás la posibilidad de enfadarme y me encontraba ya en el terreno de las lágrimas. Me recordaba a los tormentos menos sofisticados que tuve que soportar en la escuela primaria.

Andy me observaba con rostro expectante, y cuando vio mis lágrimas un asombroso abanico de sentimientos cruzó su cara en rápida sucesión: triunfo, desazón y después una gran vergüenza.

Le volqué la maldita Coca–Cola encima de la camisa. Dejé atrás la barra y atravesé la puerta posterior.

–¿Qué es lo que ocurre? –me preguntó Carlos de repente. Estaba justo detrás de mí. Sacudí la cabeza, sin querer explicarlo, y saqué un ajado pañuelo del bolsillo de mis pantalones cortos, para secarme los ojos con él.

–¿Te ha estado diciendo cosas feas? –preguntó Carlos, con tono más frío y furioso.

–Las ha estado pensando –dije sin poder contenerme–, para chincharme. Lo sabe.

–Hijo de puta–dijo Carlos. Me asombró tanto que casi logró que me recuperara: Carlos nunca suelta tacos. Pero una vez comencé a llorar, me resultó imposible contenerme. Estaba soltando lágrimas no solo por aquello, sino también por un amplio número de pequeñas infelicidades.

–Vuelve dentro–dije, avergonzada por mi llorera–. En un minuto estaré bien.

Oí que se abría y se cerraba la puerta trasera del bar. Supuse que Carlos me había hecho caso. Pero en vez de eso, Andy Bellaflor dijo:

–Lo siento, Ari.

–Señorita Fernández para ti, Andy Bellaflor –respondí–. Me parece que harías mejor en descubrir quién mató a Mónica y a Daniela en vez de practicar sucios juegos mentales conmigo.

Me giré y miré al policía. Estaba terriblemente avergonzado. Su turbación parecía sincera.

Carlos balanceaba las manos, repletas de la energía que da la furia.

–Bellaflor, si vuelves siéntate en la zona de otra camarera –dijo, pero su voz envolvía un montón de violencia contenida.

Andy lo miró. Era el doble de ancho y cinco centímetros más alto que Carlos, pero en ese momento hubiera apostado mi dinero por mi jefe, y parecía que Andy tampoco quería afrontar el riesgo, aunque solo fuera por sentido común. Se limitó a asentir y cruzó el estacionamiento hasta llegar a su coche. El sol arrancó destellos de las canas rubias que colonizaban su pelo castaño.

Sangre fresca (Auryn)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora