Capítulo 0: Ruta a Palillos

25 0 0
                                    



Algunas pequeñas gotas comenzaron a golpear el vidrio de la ventana. Parecían pequeños diamantes que lentamente iban invadiendo la superficie, haciéndose mayores en cantidad y en tamaño. Oscar observó con molestia y subió el cierre de su chaqueta hasta cubrir la porción de su cuello que aún quedaba al descubierto. Detestaba la lluvia desde siempre. Así que recordar que el pueblo sureño en el cual viviría todo un año, pasaba todos los meses con lluvia, avivaba el malhumor que traía desde que se había subido al bus. Él no quería estar ahí, él nunca quiso irse de la gran ciudad. Pero no tenía opción, aún tenía 16 años y no podía mandarse solo.

La despedida con su madre en el terminal había sido fría, pero ambos eran tercos y no mostrarían debilidad ante el otro, por más que el estar separados por un año entero fuera motivo suficiente como para olvidar todo el rencor acumulado en las últimas semanas. No, el orgullo podía más. Ella sonreía con altivez, segura de que su hijo se retractaría de su actitud; mientras que a Oscar esa mirada tan soberbia de su madre lo irritaba cada vez más. Un abrazo algo flojo y un "Cuídate" fueron las máximas demostraciones de afecto entre ambos antes de partir.

Dominique tenía que ir a capacitarse al extranjero, específicamente Inglaterra, durante un año para poder obtener un ascenso en su trabajo y ganar el doble de dinero con un puesto mejor. La madre de Oscar era tan diligente y eficiente en su trabajo, que de todo el personal en la empresa, ella había sido una de las pocas seleccionadas para ir a especializarse al extranjero. Era una oportunidad que no podía dejar pasar. Más aún cuando ella era la única fuente de ingresos en su familia.

Oscar, por otro lado, deseaba viajar con su madre a toda costa. Desde que la había escuchado hablar por teléfono con una colega sobre su capacitación, había estado soñando con conocer Londres, tener amigos internacionales, quizás hacerse con una novia inglesa. Estaba confiado en que sus no tan básicas aptitudes con el inglés le ayudarían a sobrevivir allí. Incluso había planeado qué cosas guardar en su maleta y qué cosas comprar para traer de vuelta. Pero cada uno de los planes que había estado calculando cual arquitecto en su cabeza, se derrumbaron estrepitosamente en el momento en que Dominique le reveló que él viviría ese año entero con su tío Antonio en Palillos. Un pueblo que sólo recordaba haber oído cuando dicho tío iba a visitarlos, con un nombre tan ridículo como la cantidad de población que ostentaba. Incluso había tenido problemas para ubicarlo en Google Maps. Alejado, escondido, pequeño, lluvioso, a más de una hora de distancia de una ciudad con centros comerciales. Un lugar ideal para quien quisiera emigrar de las grandes urbes, y esconderse en un mundo tan apagado y arcaico como volver a 100 años en el pasado. Pero Oscar no era esa clase de persona.

Él sólo quería divertirse, hacer muchos amigos, reír, bailar, beber. Perderse en el humo del hielo seco y marearse con los juegos de luces multicolores mientras apegaba su cuerpo al de una chica al ritmo hipnótico de la música electrónica. Despertar pasada la hora del almuerzo y preguntarse qué había para comer mientras intentaba librarse del cansancio de la fiesta de la noche anterior. Dominique a pesar de no aprobar su actitud, no solía ponerle freno alguno. Suponía que estaba en una edad difícil, y que más adelante sentaría cabeza. Que era normal para un chico como Oscar no querer saber nada de responsabilidades, tomando en cuenta su edad y que además había sufrido de la temprana partida de su padre. Tal vez era normal para un chico como Oscar haber generado rechazo a las preocupaciones y a las responsabilidades.

Sin embargo, en esta ocasión no había vuelta atrás. Lo último que quería Dominique era que Oscar perdiera un año de clases. Por eso fue tan enfática en su decisión, aunque ella no estuviera acostumbrada a ser severa con su único hijo. Ni los portazos del cuarto de Oscar, ni sus miradas de reproche, ni su inquebrantable ley del hielo le habían hecho cambiar de parecer. La decisión estaba tomada, y el muchacho ya estaba matriculado en la única escuela que había en Palillos. Incluso las amenazas de escaparse de la casa habían sido infructuosas, ya que ella arremetía con llamar a la policía para darle alcance, y ninguno de los amigos de Oscar estaba dispuesto a tener problemas con la ley, o con sus propios padres. Incluso llegó un momento en el que su hijo había intentado negociar con ella. ¿Por qué no quedarse solo en la casa durante ese año? Pero Dominique conocía a su hijo mejor que nadie, sabía que si lo dejaba a cargo de su hogar, al regresar no habría ni departamento ni condominio al cual llegar. No, era demasiado arriesgado confiar en que en unas pocas semanas su hijo aprendiera a ser todo lo responsable que nunca fue.

Oscar perdió su mirada en el paisaje que difícilmente podía distinguirse a través del cristal, sin querer hacer un esfuerzo por entender lo que veía. El repicar de la lluvia golpeando el cristal se hizo tan constante y somnífero que sus párpados comenzaron a ganar peso, prolongando cada vez más la duración de su cierre al parpadear. El sueño fue calmando tanto el gesto tenso de su rostro como el ir y venir de recuerdos que avivaban el rencor que sentía hacia la necedad de su madre. Oscar se dejó llevar y cerró sus ojos completamente. Llegaría a su destino temprano en la mañana, así que lo mejor era que esas 12 horas faltantes sucedieran rápidamente sin que él se diera cuenta. A las 6 y media estaría esperando a su tío en una parada de buses en medio de la carretera. No era una idea que le hiciera mucha ilusión, pero a esas alturas, su cerebro ya no tenía energías para disgustarse. Acunado entre los vaivenes del bus y el ruido de la lluvia, Oscar dejó de maldecir su destino para aceptar apacible el rumbo que forzosamente debía seguir.

La Iglesia de los muertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora