Nunca antes llevar tacones altos y elegantes me había parecido tan mala idea. Tampoco creí que las faldas podían ser tan incómodas y molestas. Pero ahí estaba yo, buscando un taxi libre mientras maldecía a mi jefe por hacerme vestir de aquella forma.
Cuando comencé las clases en la universidad tan solo podía imaginar un brillante futuro en el que yo sería una gran magnate empresarial. ¿Para eso estudiaba, no? Sin embargo, cinco años más tarde me encontraba siendo la misma amargada secretaria encargada de traer el café y contestar las llamadas que yo debía tener. Nada había salido como esperaba tras graduarme. A pesar de ser una de las mejores de mi promoción, el mundo de los negocios era difícil y parecía serlo aún más si se trataba de una mujer. Por ello, cada entrevista de trabajo a la que asistí acabó de la misma manera: con un breve y aburrido discurso sobre la paciencia y el aprendizaje desde cero, desde lo más bajo. Nunca estuve conforme con esa actitud pero tras casi un año sin empleo, no me quedó más remedio que el de aceptar ser la secretaria personal de Carlos Ruiz.
Decir que él era un hombre controlador y ruin no era suficiente. A menudo, solía gritar a sus empleados y extender sus jornadas laborales por largas horas más. Como el día anterior, en el que me había visto obligada a trabajar durante toda la noche en la oficina. Ahora estaba tan cansada que no lograba diferenciar lo real de lo inventado por mi imaginación. La falta de sueño y el estrés últimamente me habían llevado a ver imágenes tan extrañas como efímeras.
Aquella misma madrugada, sentada entre vasos vacíos de café amargo y hojas de papel esparcidas por todo mi escritorio, creí vislumbrar una figura entre la tenebrosa oscuridad de la oficina vacía. El cosquilleo frío y severo a la altura de mi nuca no fue suficiente para detener la imperiosa necesidad de saber quién era aquel que me acompañaba durante mis horas extra de trabajo no remuneradas. Por ello, conforme la distancia entre nosotros moría, pude apreciar el intenso brillo de sus dos ojos rojos.
Rojos como la sangre. Rojos como las llamas del infierno. De un color rojo tan brillante como el pintalabios que usaba cuando por fin un taxi se detuvo a un lado de la acera y me permitió subir.
—A la calle de Atocha. El número seis, por favor —dije mientras me abrochaba el cinturón de seguridad.
—Marchando —contestó alegre.
Entonces, sabiendo que el trayecto duraría por lo menos treinta minutos, apoyé mi cabeza contra el frío vidrio de la ventana del vehículo y cerré los ojos deseando poder conciliar el sueño. Sin embargo, la misma sensación que había experimentado la noche anterior se apoderó de mi cuerpo. Escalofríos dolorosos recorrían mi espina dorsal mientras yo cerraba los ojos con más fuerza. Un ligero pero notable temblor sacudía mis manos en un nuevo intento de llamar mi atención. Mi cuerpo se volvía pesado y mi sangre se transformaba en cemento gris. Quería moverme, pero no podía. Deseaba hablar, pero las palabras morían en mi garganta. A lo lejos, conseguía escuchar el suave sonido de un hombre susurrando palabras que no lograba entender.
De repente, una gran sacudida llevó mi cuerpo hacia delante, de forma que pude escapar de aquel terrible estado de ensimismamiento.
—¡No te pares en medio! —exclamó el taxista furioso—. ¿Dónde te han dado la licencia, en un tiovivo?
Sin poder parar de toser, llevé mis manos al pecho, donde el cinturón de seguridad se clavaba en mi piel sin piedad. Con un suspiro, volví a dejarme caer sobre el respaldo del asiento y observé el transitado tráfico de Madrid. Dos hombres discutían sobre de quién era la culpa del pequeño choque mientras que los demás conductores gritaban impacientes y exigían una rápida solución. Al parecer aquel día tampoco llegaría a casa antes del anochecer.
En numerosas ocasiones, solía reflexionar acerca del porqué de mi vida y su asquerosa rutina. Había hecho todo lo que me dijeron que debía hacer para alcanzar el éxito, pero ni el esfuerzo ni las aburridas noches de estudio me habían proporcionado aquel futuro que tanto ansiaba. Mis días eran tan aburridos como el cielo gris y tan monótonos como el trabajo de un despertador. Nunca tenía nada nuevo ni interesante que contar y eso me hacía tan o incluso más aburrida de lo que era mi vida. Por ello, cada amanecer rogaba al cielo por algo de acción, alguna nueva aventura y un toque de misterio en mi día a día. Pero ni el cielo me escuchaba, ni yo conseguía una nueva novedad digna de contar que no fuera el tener nuevos vecinos o el que se me quemara la tortilla para la cena.
—Hemos llegado, señorita —dijo el hombre y alargó la mano en busca de su paga.
Después, saqué mi monedero y extendí el par de billetes en su dirección. Me despedí con rapidez y bajé del taxi. El fiero rugido del motor volvió a cortar el aire mientras el vehículo se alejaba por la carretera a gran velocidad. Una ráfaga de viento frío y veloz azotó mi cabello al mismo tiempo que un nuevo escalofrío se hundía en mi piel. Tan rápido como pude, comencé a caminar hasta el portal de mi edificio. Esperé impaciente a que el semáforo cambiara su cruel color rojo por un esperanzador tono verde. A mi derecha, un hombre joven silbaba una canción alegre y optimista mientras observaba con detalle a todos aquellos que se encontraban a su alrededor.
La calle Atocha nunca me pareció un buen sitio en donde vivir. A pesar de su céntrica localización y el buen acceso a cualquier medio de transporte, la cantidad de turistas preguntando por monumentos, museos y restaurantes famosos era abrumadora. No había día en el que se pudiera caminar sin que accidentalmente fueras el fondo de una fotografía o escuchases un nuevo insulto en otro idioma. Yo adoraba viajar, e incluso al principio me pareció divertido la actitud de algunos turistas, pero con el paso del tiempo, me fui cansando. Las discotecas, los bares abarrotados, los restos de basura en el suelo... Todo me sobrepasaba. Vivir en una gran ciudad como lo era la capital ya no me parecía tan increíble como cuando tenía dieciséis, pero no tenía los medios ni las ganas para una nueva mudanza. ¿Cómo reaccionarían mis padres si volviese con ellos al pueblo? ¿Creerían qué había fracasado?
El molesto pío del semáforo terminó con la niebla de mis pensamientos y me obligó a caminar de nuevo. A lo lejos, oí las risas de algunos niños y el golpeteo del bastón de unos ancianos contra la calzada. De repente, un mechón oscuro de mi cabello se enredó en el broche de mi collar. Cansada y molesta, intenté desenredarlo por la fuerza, pero lo único que conseguí fue quebrar el cierre, de forma que cayó al suelo. El hombre que antes silbaba me miró por encima del hombro y, sin parar de caminar, siguió deleitando al mundo con su terrible capacidad rítmica. Entonces, tras asegurarme de que el semáforo aún no había cambiado, me agaché con cuidado y recogí con prisa todas las perlas que pude encontrar. Es cierto que cada una de ellas era falsa, pero eran parte de una gran imitación y yo debía aparentar tener un buen nivel económico.
Entonces, un intenso picor se instaló en mi nuca. El aire se hizo más pesado y el tiempo se negaba a avanzar. Sentí cómo cientos de miradas se anclaban en mi figura mientras yo, con lentitud, me levantaba del asfalto. Más cansada que antes, observé con asombro y terror mi alrededor. Los conductores habían detenido sus vehículos y abierto sus puertas para mirarme. Las risas de los niños y el choque de los bastones contra el cemento habían muerto entre el imposible silencio de la calle Atocha de Madrid. Los turistas me señalaban y susurraban sorprendidos palabras en idiomas extranjeros que no pude comprender. También enfocaban los objetivos de sus cámaras para fotografiar a una mujer corriente y aburrida; para fotografiarme a mí. Sin perder más tiempo, corrí hasta el portal y abrí con mis llaves la antigua puerta de madera del edificio.
Mi agitada respiración hacía eco entre las blancas paredes del inmueble cuando me dejé caer al suelo. No entendía qué había pasado, pero lo importante es que había conseguido ponerme a salvo y huir de todas aquellas miradas sorprendidas. ¿Acaso no habían visto a una mujer agotada antes? ¿Tan obvia era la imitación de mi collar? Con un suspiro pesado, oculté mi rostro bajo las frías palmas de mis pálidas manos. Creí que todo había acabado, pero al levantar la mirada, me encontré con aquel que jamás pensé volver a ver.
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De sangre gris y cenizas rojas
ParanormalSu rutina era su propio infierno. La monotonía de su vida la mataba tan lenta y dolorosamente que no pensó en las terribles consecuencias que aquel fatídico deseo acarrearía. El día a día era cada vez más duro y pesado. Solo una vez, tan solo por un...