Tres

2.1K 212 7
                                    

  La ansiedad volvió a mí con la fuerza de un huracán. Estaba segura de haber escuchado golpes fuertes y sonoros en la cocina de mi pequeño apartamento. Por un momento, creí que todo había sido una nueva mala jugada de mi mente. Un nuevo fruto de la falta de sueño y el estrés por el trabajo. Sin embargo, aquel sonido rítmico parecido a los latidos del corazón, continuó sonando durante varios minutos antes de detenerse abruptamente. Volví a pensar en que aquello no era nada salvo una pequeña alucinación, una nueva fórmula de mi subconsciente para salvarme de mi monótona rutina. Pero el atroz ruido continuó repitiéndose cada pocos minutos.

  Me armé de valor y cogí el plato con los restos de tortilla y el vaso. Si conseguía acercarme lo suficiente, tal vez podría atacarlo e inmovilizarlo hasta que alguien viniese en mi ayuda. Y, si eso no funcionaba, siempre tendría la opción de envenenarlo con la tortilla.

  Con pasos lentos y silenciosos, caminé por el pasillo hasta llegar a la puerta abierta de la cocina. Apoyé la espalda contra la pared y conté hasta tres, seis y diecinueve, antes de dejar parte de mi cobardía a un lado y entrar, con el vaso alzado en el aire, en la sala. Lo primero que vi no fue a un hombre encapuchado o armado. Tampoco fue un fantasma golpeando con un mazo la encimera. Ni siquiera fue el gato de la vecina hurgando en la despensa. No, lo primero que observé fue la ventana abierta de par en par, la habitación vacía, los platos sin fregar y a mi nuevo vecino mirándome extrañado desde la ventana de su propia cocina.

  —¿Ocurre algo, María? —preguntó confuso.

  —No lo sé —respondí con sinceridad—. ¿No has oído algo extraño, como martillazos?

  Su ceño se frunció antes de levantar ambas manos. Sorprendida y asqueada, cubrí con ambas manos mi boca al ver restos de sangre cubriendo la piel de sus brazos hasta la altura de sus codos. Después, alzó un gran cuchillo también manchado de rojo.

  —¿Qué has hecho? —pregunté con un hilo de voz mientras retrocedía.

  Su ceño dibujó arrugas más profundas ante mi pregunta. Sabía que era un hombre extraño. Los nuevos vecinos siempre lo eran. Tan solo habían pasado dos semanas desde su llegada a la ciudad. Todo en él y su familia parecía perfecto, pero algo no encajaba bien. Era un psicópata, y yo debía avisar a las autoridades.

  —Cordero —respondió tranquilo—. Sé que en la carnicería pueden cortarlo, pero prefiero hacerlo yo mismo. A la larga, es más económico comprar la pieza entera que solo la pata cortada. Siempre acabo hecho un desastre, pero nada que una buena ducha no arregle.

  Entonces, volví a reír como la loca que en el fondo era. Sin siquiera despedirme, cerré la ventana y dejé mis improvisadas armas en el fregadero. Más estruendosas carcajadas brotaron de mi pecho cuando volví sobre mis pasos hasta llegar a mi habitación. Nadie había quebrantado la escasa seguridad de mi morada aquella noche. Todo había quedado en el peor momento de mi vida. Bueno, el segundo peor momento de mi vida porque, para qué engañarse, lo exámenes finales habían sido mucho más aterradores. Mi nuevo vecino seguía siendo una persona extraña y por lo visto tacaña, pero no era un asesino.

  Tras ponerme el camisón, apagué las luces de mi dormitorio y me acurruqué entre la suavidad de las sábanas de mi cama. Sin embargo, aunque las horas pasaron y yo me sentía cada vez más cansada, mis ojos no quisieron descansar en toda la noche. Durante todo aquel tiempo, pensé en el extraño hombre de la oficina, en las sorprendidas miradas de todos en la calle y en el insólito acontecimiento de aquella noche. Sabía que lo que más necesitaba era dormir, pero cada vez que me permitía cerrar los ojos por unos segundos, una indescriptible sensación se apoderaba de mi cuerpo. Era como una presión discreta, pero dolorosa; un peso nuevo sobre mi pecho; una soga en mi cuello; una voz que me susurraba al oído el fatídico final que me deparaba el destino.

  Casi siete horas más tarde, apagué el despertador dos segundos antes de que sonase. No me costó levantarme, ni maldije mi suerte aquella mañana. Tan solo salí de la cama y me preparé el desayuno en silencio. Una antigua canción sonaba en la radio e intentaba en vano conmover con recuerdos mi pétreo corazón de hierro. Mi madre había vuelto a llamar a altas horas de la madrugada. Su voz sonaba cansada y preocupada y por un momento, tan solo unos segundos, me sentí como la peor hija del mundo. Tal vez lo fuera. Nunca iba a reuniones familiares y planeaba no asistir a la boda de mi hermano, pero no lo hacía por gusto. No me creía capaz de afrontar la desilusión en los ojos de mis padres ni creía que fuera lo suficientemente fuerte como para no llorar cuando me preguntasen acerca de mi trabajo en la empresa. Ellos aún creían que yo era la mandamás.

Más tarde, esperé pacientemente en la estación de tren un taxi que estuviese libre mientras me sumía en los recuerdos del día anterior. El claxon de un coche interrumpió mis pensamientos y me hizo volver a la realidad. Un taxi de impecable color blanco estacionó a un lado de la acera con un flamante cartel verde encima. Aquel era el único taxi libre que había, pero éramos más de diez los que lo necesitábamos. Siendo yo conocedora de aquella situación, envolví ambos brazos alrededor de mi bolso y emprendí una carrera contrarreloj hasta el vehículo.

  El conductor observaba entre fascinado y divertido cómo los demás intentaban ser más rápidos y se empujaban unos a otros, llegando incluso a chocar sus maletas a propósito. Aunque mi estrecha falda de tubo y mis tacones entorpecían mi carrera, dos años consecutivos de atletismo en el instituto me daban ventaja sobre los demás.

  Entonces, con una gran sonrisa dibujada en mis labios, abrí la puerta trasera y me senté sobre el mullido asiento del vehículo. Sin embargo, yo no era la única pasajera. Una mujer de una edad parecida a la mía me observaba desde el lado contrario.

  —No pienso bajarme. Yo he llegado antes —dije con rapidez.

  —Yo tampoco. No quiero volver a llegar tarde a la oficina —replicó ella molesta.

  —Puedo llevarlas a las dos, pero tendrán que pagar a medias —intervino el taxista.

  Me encogí de hombros y esperé a que la mujer le dijera su destino. Su lugar de trabajo quedaba cerca de mi empresa así que decidimos compartir el taxi. No era la primera vez que esto me pasaba, pero al ser ella una mujer tan aburrida y cansada como yo el ambiente era más cómodo y relajado. Apoyé mi rostro en la ventana y me dediqué a mirar maravillada la variada gama de colores que el mundo me ofrecía. De repente, el sueño que no había conseguido atrapar durante la noche vino a mí de manera suave, volviendo mis párpados más pesados y mi respiración tranquila y relajada.

  Así, conseguí descansar los siguientes veinte minutos. Dormí y dormí hasta que un grito y un gran choque me hicieron abrir los ojos y ver que la luz del mundo había muerto junto con mi sueño.

De sangre gris y cenizas rojasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora