Dos

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  Su alta y fornida figura se alzaba frente a mis ojos rodeada de un halo de poder y prestigio. Sus penetrantes ojos azules me miraban con desprecio y aires de superioridad. Todo, desde su impoluto traje negro de firma, hasta su bien arreglado cabello, relucía aquel extraño brillo del éxito que yo tanto ansiaba tener.

—Señora García, un gusto volver a verla —dije mientras me levantaba del sucio suelo del edificio.

—Me gustaría poder decir lo mismo —respondió con una clara mueca de disgusto.

La señora García era una de las mayores empresarias del país. Con su mal carácter y maña al hablar, había conseguido engañar e incluso someter a muchos de los pequeños empresarios autónomos de la capital. La primera vez que la vi, yo había estado desesperada por encontrar un lugar en el que quedarme. Hacía menos de una semana que había abandonado la casa familiar y el poco dinero que tenía ahorrado había desaparecido entre copa y copa y lujosas habitaciones de hotel. Así fue como con tan solo unos cuantos cientos en el bolsillo, había llegado hasta una pequeña inmobiliaria de la calle del Ferrocarril. Grandes fotografías de apartamentos tan espectaculares como baratos me hicieron entrar en lo que sería la boca del lobo tiempo después. Yo no sabía acerca del mal trato que recibiría ni de las continuas amenazas de la señora García a las que me vería sometida si no pagaba a tiempo el alquiler. Por ello, siempre abonaba el dinero a tiempo e intentaba evitar verla.

El sonido de la puerta cerrándose a mi espalda me ayudó a dejar de pensar en lo mal que lo hice y en lo ingenua que fui. Un suspiro frustrado escapó de mis labios al ver los escalones de la escalera que debía subir para llegar hasta mi pequeño y poco acogedor apartamento. Entonces, conté cada peldaño que mis pies tocaban hasta que divisé el pequeño cartel dorado del séptimo piso. Saqué el llavero de mi viejo bolso y abrí la puerta con algo de dificultad. Definitivamente, debía cambiar la cerradura.

Tras cerrar la puerta con llave, caminé hasta la pequeña sala de estar y dejé el bolso sobre la mesa. Cogí las cartas que la noche anterior había recogido del buzón; me acerqué hasta el sillón; y pulsé el pequeño botón azul del teléfono.

—Hola, María. Soy yo, mamá —decía la voz desde el contestador—. Sé que últimamente has estado muy liada con el trabajo, pero Leo va a casarse en dos semanas y quería saber si vendrías. Soy consciente de que tanto tu padre como yo no te...

Cansada del mismo discurso de siempre, eliminé el mensaje y encendí el televisor. Por alguna razón, el silencio me incomodaba, por lo que siempre tenía la televisión o la radio encendidas. Mientras iba hacia la cocina, pensé acerca de la extraña relación que compartía con mi familia. Aunque mis padres me querían y adoraban, conforme entré en la adolescencia, empecé a creer que no era lo suficiente buena para ellos. Creí que no estaban satisfechos con mis logros. Además, las ansias de poder que tan fuertemente se habían arraigado en mi mente me llevaron a pasar noches enteras estudiando y a faltar a eventos familiares importantes. Yo buscaba un futuro alejado de la vida en el pueblo; un futuro distinto al de mis padres.

Abrí la nevera y fruncí el ceño cuando un horrible olor llegó hasta mis fosas nasales. Busqué la fuente de aquel terrible aroma y retiré con asco, el pequeño trozo de queso caducado. Después, decidí abrir la ventana en un intento de suavizar el intenso olor que se había adueñado de la reducida sala. Volví hasta la nevera e intenté encontrar entre los estantes vacíos algo que pudiera servirme de cena.

—Debo ir a comprar —hablé sola mientras sacaba un par de huevos—. Supongo que será tortilla francesa otra vez. A ver si hoy no se quema.

Cerré la puerta de la nevera; cogí una sartén; encendí el fuego; y puse un poco de aceite. Más tarde, cuando este ya estaba caliente, vertí los huevos batidos y esperé algunos minutos. Desde la cocina, pude escuchar con claridad el estudiado discurso de un político excusando algún mal acto de su partido. Negué lentamente al mismo tiempo que recordaba la cantidad de casos de corrupción que últimamente se estaban dando en el país.

De repente, hilos finos de humo negro entorpecieron mi visión. Grité y me di la vuelta con rapidez. La tortilla se había quemado y yo no había hecho nada.

—Bueno, no está tan mal —volví a decir—. Un poco... ¡Ahumada, sí! Es una tortilla ahumada. Dentro de poco será famosa, y todos los turistas japoneses querrán un pedazo de este manjar.

Reí de mi broma sin gracia y me senté en una de las sillas del comedor. En el televisor, cientos de imágenes resumían todo aquello que fue importante en el día. Corté en pequeñas porciones mi tortilla "ahumada" y mastiqué con lentitud y desagrado lo que debía ser una cena sabrosa y nutritiva.

Ya había acabado con cinco de los doce trozos cuando una ráfaga de aire gélido azotó la piel de mi nuca. Ignoré todos los escalofríos que acariciaron mi piel y seguí comiendo como si no sintiera un par de ojos clavados en mi cuerpo. Los segundos pasaban y el frío en el apartamento aumentaba. Con cada respiración, una nube de vaho huía de mis labios para flotar sobre el tenso aire del piso. Cada vez más asustada, presencié cómo temblaban las luces y se helaba el espejo del salón. Entonces, dejando de lado mi intento de cocina de alta gama, me levanté de la mesa y me acerqué hasta la gran superficie vítrea que reflejaba mi imagen. Con pasos lentos y el miedo aflorando en cada poro de mi piel, elevé mi mano hasta el espejo y, con mucho cuidado, lo acaricié con las yemas de mis dedos. De repente, un grito ensordecedor inundó el silencio del terrorífico apartamento.

—¡Devolvedme a mi hijo! ¡Os mataré, juro que lo haré!

La desesperada voz de una mujer chocaba contra las finas paredes. Sus agónicos alaridos de dolor seguían sonando con cada vez más fuerza. Asustada como nunca antes, grité y corrí hasta la cocina, donde cogería un cuchillo que me ayudase a librarme de la intrusa. Porque la mujer estaba dentro de mi casa, cerca de mí, amenazando con matarme si no le devolvía a su hijo. Más amenazas salieron de su boca mientras yo lloraba en silencio. Estaba cerca de la cocina cuando un nuevo sonido me detuvo. Golpes secos y atroces se escuchaban desde donde yo quería llegar. Aterrada, corrí hasta la puerta e intenté abrirla. Sin embargo, los gritos y los golpes siguieron sonando, y la entrada no se abría. Entonces, recordé con pesar el momento en el que la había cerrado con llave. Y el problema era que el llavero estaba en el salón, en donde la mujer gritaba.

Más lágrimas de terror bajaron por mis mejillas cuando, intentando hacer el menor ruido posible, caminé por el estrecho pasillo que me conduciría a la sala de estar. Conforme avanzaba, la desesperación y agonía en su voz crecía. Ella seguía repitiendo las mismas palabras una y otra vez, pero ahora se escuchaban risas macabras de fondo. Unos hombres se divertían con la situación, pero nada de eso importaba cuando comprendí que no solo había dos intrusos, sino muchos más.

Contuve la respiración y corrí tan rápido como pude hasta la mesa. Me prometí a mí misma no mirar hacia atrás cuando volviese a la entrada. Sin embargo, por alguna razón que no supe entender, mis pasos se detuvieron y mi cuerpo encaró a aquellos que habían allanado mi propiedad. No podía evitarlo, una fuerza superior a mí me mantuvo inmóvil cuando las voces se hicieron más fuertes y las risas más notables. Y, sin embargo, yo tampoco pude evitar reír como una desquiciada. Estaba mal y lo sabía, pero aquello no impidió que las carcajadas continuasen.

Allí, en el salón, delante de mí, no había nadie. Nadie gritaba; nadie reía; nadie me mataría. No al menos que los personajes de las películas cobrasen vida y escaparan de la televisión. Negué derrotada y visualicé por última vez las crueles imágenes que el televisor me mostraba. No existía ningún intruso, tan solo había subido demasiado el volumen antes de cocinar la cena.

Pero, si los gritos y las risas eran producto de una película sintonizada desde el salón, ¿qué eran aquellos golpes en la cocina?




De sangre gris y cenizas rojasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora