A modo de prólogo

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Sam no es una chica normal, o tal vez sí. Tal vez es una chica normal por no ser normal. Tiene sus manías, quizás. Como cortarse las uñas por las esquinas sólo por llevarle la contraria a su madre, una cuarentona con barriga que sigue creyendo que tiene el cuerpo de una veinteañera. Como gritar a su padre que se vaya a la mierda cada vez que cierra la puerta y la deja con la palabra en la boca, sabiendo o más bien esperando que él no pueda oírla.

Ella es, quizás, como puede ser cualquier chica con la que te cruces por la calle sin apenas detenerte a mirarla un segundo. Aquella que siempre dice que hará dieta porque ve su barriga ligeramente abultada pero luego es incapaz de resistirse a la tentación de un helado de chocolate.

Puede que ella sea sólo una chica más que está empezando a vivir, que rebaja sus desgracias porque quiere ser feliz, que se contenta con el "estoy bien" en vez de estar genial.

Sam siempre ha creído que es sólo eso, Sam. La chica de la piel pálida, el flequillo y el pelo castaño. La de los ojos verdes que no son ni profundos, ni hechizantes, ni mágicos, a su ver. Cuyo color no se parece en nada al de las novelas, que comparan los ojos verdes con joyas.

Samantha Lee Thompson llegó cierto día a la conclusión de que ella es sólo normal. Quizás un poquito más abajo, incluso.

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